Bill Clinton, el valiente
Cuando George Bush emergió victorioso de la guerra en el golfo Pérsico, su reelección se dio por descontada, y todos los pesos completos del Partido Demócrata, en primer lugar el gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, se resignaron a entregarle un segundo mandato a Bush y 16 años en la Casa Blanca al Partido Republicano.Bill Clinton no se resignó. Acaso pudo ver mejor que otros dos hoyos en la bandera de la victoria contra Irak. El primero, los mimos prodigados por Bush a Sadam Husein hasta la víspera de la invasión de Kuwait. Préstamos, tecnología, armas. Un respetuoso silencio cuando Sadam exterminó con armas químicas a las poblaciones kurdas en 1988. Una respetuosa luz verde para las ambiciones territoriales del tirano cuando la embajadora April Glaspie lo visitó días antes de la invasión.
Pero el pendón también estaba rasgado por el hecho de que Bush, para financiar la victoria contra Sadam, tuvo que mendigar 14.000 millones de dólares a Japón y a Alemania. La victoria era hueca porque revelaba al mundo que Estados Unidos, lejos de ser la única gran potencia después de la guerra fría, era más bien, como España después de Felipe III, un imperio mendicante.
Clinton vio claramente que, para mantener su presencia internacional, Estados Unidos debería empezar por resolver sus problemas acumulados durante varias décadas de enajenación a la guerra fría, la guerra de Vietnam, políticas de cañones y mantequilla que desembocaron en puros cañones y poca mantequilla. En 1980, Bush denunció el programa económico de su entonces adversario, Ronald Reagan, como "economía vudú". Luego, durante 12 años, fue coautor de una política de gasto militar, endeudamiento, reducción de impuestos y declive estremecedor de la calidad de vida, la infraestructura, la educación, la salud. Por primera vez en su historia, gracias a Reagan y a Bush, una generación de norteamericanos cree que sus hijos y nietos vivirán peor, no mejor, que ellos.
Clinton no esquivó la decisión política de centrar su campaña en estos temas, y todo parece indicar que ha derrotado la táctica republicana, tan eficaz contra Dukakis, de paralizar al adversario mediante el terror de la mentira. Las trampas de Baker, esta vez, no funcionaron. Clinton fue atacado por oponerse a la guerra de Vietnam y negarse al servicio militar. Se dijo que esta actitud lo incapacitaba para ser comandante en jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas. Se añadió que había participado en manifestaciones contra su país en el extranjero. Se insinuó que había viajado a Moscú con propósitos sospechosos. Se investigaron los expedientes del candidato y aun los de su madre en busca de infamaciones subversivas.
Todo esto tiene un nombre. Se llama macartismo, y es llamativo que, hace unos días, el diplomático norteamericano Alger Hiss, acusado hace 45 años por el entonces senador Richard Nixon de ser espía de la Unión Soviética, fue exonerado de toda sospecha por un estudio minucioso de los archivos de la ex URSS. El intento de resucitar las tácticas macartistas puso a prueba precisamente lo que Bush quería difamar en Clinton: su carácter y su valor. En este momento en el que la muerte del comunismo parece autorizar la resurrección del fascismo en todo el mundo, es importante que Bill Clinton haya reivindicado el derecho ciudadano de oponerse a una guerra injusta y de criticar, dondequiera que sea, no a su país, sino al Gobierno de su país y a las políticas equivocadas de una representación política electa, transitoria y revocable.
En su discurso inaugural hace casi cuatro años, George Bush pidió dejar atrás la guerra de Vietnam, cerrar las heridas, superar las divisiones. Clinton ha hecho, en efecto, lo que Bush, una vez más, enunció para en seguida violar. Vietnam quedó atrás. Lo que quedó en pie es el derecho ciudadano de obrar de acuerdo con la conciencia propia. Bill Clinton no cometerá, seguramente, los errores de sus antecesores: no arrastrará a Estados Unidos a guerras inútiles, ignominiosas o perdidas de antemano. Si Clinton decide ir a la guerra, es muy probable que lo haga con causa justa y contra enemigos ciertos. Pero, además, es de esperar que primero sepa emplear, con imaginación y buen juicio, las armas de la diplomacia.
Si Bill Clinton y Al Gore son electos hoy, llega a la presidencia y vicepresidencia norteamericanas una generación joven de hombres y mujeres que no participaron en la II Guerra Mundial, que vivieron el dolor de Vietnam y luego la larga decadencia de la sociedad y la economía norteamericanas. Sin duda, sabrán reordenar las prioridades y poner, ante todo, su casa en orden. Los grandes problemas de Estados Unidos están hoy dentro de EE UU. Afuera, EE UU sólo tendrá una voz respetable si primero atiende a sus problemas internos y en seguida renuncia a una prepotencia insostenible y se une al mundo en tareas de urgente cooperación económica y de respeto y extensión de la legalidad internacional.
La guerra fría no la ganó nadie: la ganamos todos, la ganó la superpotencia mundo. La paz del siglo que viene sólo la ganarán la productividad, la educación, el empleo, la salud, la ecología, la legalidad internacional y la diplomacia. La victoria de Clinton marcará el fin del neoliberalismo puro y duro y obligara a América Latina a reconsiderar sus postergadas agendas sociales.
Por lo que hace al Tratado de Libre Comercio, Clinton lo aceptará porque le conviene a Estados Unidos y a su posición internacional competitiva. Pero el nuevo presidente norteamericano debe ser consciente de que EE UU no compite con México, sino con Europa y Japón. México no es responsable del desempleo norteamericano. Lo es el propio EE UU, que no ha sido capaz de reentrenar, educar y desplazar a sus obreros de las industrias del pasado a las del porvenir.
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