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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

"Eppur si muove"

EL ACTO presidido por el papa Juan Pablo II para reconocer que la Iglesia "actuó erróneamente" contra Galileo Galilei en 1633 ha servido menos para reconocer una equivocación evidente que para ofrecer un desagravio simbólico, aunque tardío, a todo el progreso científico. La condena de Galileo contribuyó a retrasar el avance de las ciencias y el progreso humano en una parte importante del mundo. Es doblemente lamentable que ello ocurriera sólo porque las teorías copernicanas chocaban con los prejuicios, la ignorancia y la mojigatería de los teólogos de Roma.Al pedir perdón a Galileo evitando condenar a la Inquisición que le castigó, el Papa parece dar a entender que en otras ocasiones el tribunal eclesiástico actuó con acierto. Sorprende que a finales del siglo XX Juan Pablo II no se decida a condenar a una institución que luchó contra la autonomía de la razón y de la ciencia frente al imperio del dogma religioso o de la simple conveniencia política de Roma, ayudándose de medios absolutamente perversos para violentar las conciencias y arrancar la abjuración del reo sometido a esa especie de juicio de Dios.

La necesidad de que se produzca la previa concesión eclesial de un nihil obstat a los resultados de la investigación, sean éstos finalmente correctos o no, para que los rieles puedan asumirlos, ofende a la inteligencia. Y que en el siglo XX se siga sin condenar expresamente estos métodos explicables en el siglo XVII es preocupante. Para aquellos que crean en la existencia de una relación última entre el plan divino y los avances científicos, el armonioso equilibrio de ambos no requiere el pie forzado de una intolerancia que la ciencia es la primera en rechazar y que la Iglesia no parece dispuesta a superar totalmente.

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Uno de los grandes resortes de la humanidad es su imparable pasión por investigar, escudriñar, dudar, progresar y finalmente mejorar la suerte de todos. Condenar a Galileo por hacerlo fue tan injusto como castigar a miles de otros por disentir. La Iglesia haría bien en reconocer que nada de ello, se mire por donde se mire, tiene cabida en plan alguno atribuible a la divinidad.

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