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Tribuna:EL DERRUMBE DEL SISTEMA
Tribuna
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Aburrir a Dios

El autor se dirige una vez más a sus biznietos a través de un texto en el que reflexiona sobre el actual estado de las cosas y su sensación de derrumbe de un sistema. Un mundo de abundancia y aburrimiento en el que la mayoría de la gente sueña con lo que le dejan soñar y unos cuantos rebeldes disfrutan con sus 'noes' al sistema, y todo ello gracias a la peste, el hambre y las guerras en el mundo subdesarrollado.

15 de septiembre de 1992. Queridos biznietos: ¿habéis visto cómo se pasaba el tiempo sin escribiros?: como si ya supiésemos lo que había sido, cuántos meses, cuántos días, ¿cuántos años-luz o millonésimas de segundo? Daba igual: lo que importaba era (¡sin escribiros a vosotros, amorcitos desesperados!) el vacío.Y no era sólo falta del correo, no, ni que el rotativo que para escribiros utilizaba hubiera abierto un bostezo más largo que de ordinario con el estío. Sería que también yo... ¿Sería que ya no iba a escribiros más? ¿Que iba a dejaros perder allá en la lejanía sin nombres donde florecíais?.

Un tanto fatigado me tenían, la verdad, vuestros abuelos y ahora ya casi también tras ellos vuestros padres, tíos, tías... ¿a qué os voy a contar, si ya vosotros sabréis demasiado bien cómo eran ellos?, y hasta puede que guardéis algún retrato de sus caras, algún collar o alguna estilográfica de las que usaron. ¡Los ajetreos que se traían con sus personas, la de tráfagos en las colas de las cajas de ahorros, en la Seguridad Social, en las discotecas, por las autovías!

Y luego, pues eso: aquí, a coger el ascensor y trepar a los áticos encristalados de mi consulta, y abarrotarme de penitencias y de ojos de carnero degollado las antesalas, que ya no me dejaban ni sitio donde poner el ventilador ni hueco donde pudieran seguir mis tres asistentas haciendo punto. Y encima, ya sabéis, uno por uno: había que tratar a cada uno como si él fuera el caso de los casos, el Cristo vivo encargado de sufrir la locura del mundo en su locura propia. En fin, que casi ni me quedaban fuerzas para de vez en cuando volverles las espaldas y troncharme de risa contra la pared.

La vida como tiempo

Porque es que, claro, todo era el aburrimiento, sí: les habían hecho de la vida tiempo, tiempo medido y contado (horas de trabajo, horas de ocio, días de vacaciones, años de promoción, años de jubilación), tiempo vacío, que es el único que puede contarse ni medirse; sólo que, como el vacío así al desnudo no podía aparecer, que no habría carne que lo tolerase, pues un vacío perpetuamente rellenado con ese hacer de cosas que estaban hechas, lo mismo en el tajo que en la diversión concomitante.

Y como a muchos no les bastaba para el relleno con la televisión, como a buenos feligreses, ni con el concierto rock puro en la plaza de Chinchón, a moto limpia kilómetros de ida y vuelta, no, sino que pedían aún cosas más intensas y extraordinarias, pues entonces el cáncer informático, la depresión, la gimnasia, el trauma, el psicólogo, el sida de segunda remesa, en fin, la cura de almas: cada uno convirtiéndose él en un caso interesante para sí mismo y centro de su dedicación personal a falta de otra cosa.

Y el caso es, ¡coño!, que aquí vivíamos en la abundancia y la sobreabundancia, que éramos -ya os lo he dicho- felices como nunca: todas las posibilidades a la mano, todo lo que uno pudiera soñar haciéndose realidad por medio de un sencillo trámite, tan sencillo casi como el refregar la lámpara de Aladino. Pues ¿qué más querían estos moros pelones de hijos de Eva?

Bueno, para ponernos serios, ya podéis imaginar que a la mayoría ni se le ocurría soñar con más que lo que estuviera en la lista de las ensoñaciones, y cada uno hacerse con un gusto personal que hiciera que a cada uno le gustara alguna dio las cosas que estaba mandado que a cada uno le gustaran. O sea que no era como aquel viejo camarero resolviendo la multiplicidad de las demandas con "pa todos café con leche", sino que había su café con leche para cada gusto. Y así tragaban auto, tragaban moto, tragaban ordenador, tragaban concierto fino y divulgación científica, tragaban Expo de Sevilla y siete días con avión y hotel incluido en el Caribe, y tragaban diskette y disco compacto que no viérais, que parecía que era el agua de la fontana pura que su sed estaba demandando, y con una cara de felicidad que, si no era de verdad, por lo menos a la mayoría de sus prójimos les daba el pego, y ¿no era de eso de lo que se trataba?

Sí, pero eso no eran todos, sino sólo la mayoría. Y no podía yo por menos de añadir aquí, aunque fuese con algo de sonrojo, que por entremedias de la mayoría había también unos cuantos listillos que, no sé cómo, no habíamos perdido del todo el sentido común y los sentidos corporales, y que, como no teníamos el gusto personal de que nos gustara lo que tuviera que gustarnos, como no sabíamos nunca bien lo que deseábamos, pues en fin, que aprovechábamos el tanto y a la sombra del desarrollo nos lo pasábamos de puta madre.

Unos cuantos noes

Porque no podía el orden evitar del todo que, en medio de la balumba de basura de cosas que no eran más que papelines de envoltorio del dinero de la nada, se produjeran también algunas cosas buenas, y hasta bastantes: las bastantes para que unos cuantos pudiéramos, colocándonos de rondón entre la mayoría, disfrutar de algunos sorbos de los arroyos de miel y leche del Edén perdido, del ameno oreo de las sombras de los árboles del paraíso, y tan fácil y barato como nunca hubiéramos podido soñarlo en otros tiempos. Bastaba con no comprar ni auto ni televisor, ni psicólogo ni roquero, ni entrada para la Expo ni cucharadita de heroína, ni bronceador para la piel ni jaculatorias tibetanas, y ya con eso y otros cuantos noes, las manos se te llenaban de cosas buenas, que sólo gracias al desarrollo se te podían haber dado. Así que no era sólo el tragar sustitutos de la mayoría, sino el disfrute de unos cuantos escurridizos -confesión completa.

Claro, ya se sabe: todo eso era a costa del subdesarrollo, a costa de las epidemias de hambre y sed y pus que el desarrollo fomentaba en sus márgenes, mientras encargaba a algunos probos de que se lamentaran y reunieran socorros para paliar las miserias que él fabricaba y necesitaba fabricar alrededor de sus orillas, y a costa de las guerritas crónicas de banderitas arcaicas ensangrentadas de sangre nueva, que igualmente el desarrollo tenía que suscitar y mantener en las regiones de su cerco más o menos alejadas (¿cómo, si no, se sabría que lo que había aquí en el mundo primero era una paz?), y a costa de los hijos del subdesarrollo huyendo con chalupas o por entre los espino s de la cerca desde la miseria que les habían criado hacia el centro del desarrollo que les había criado su miseria, cayendo unos cuantos en el intento, arribando otros a las orillas de la felicidad, graduándose debidamente la cuantía de importación de habitantes de la abundancia que pudieran ir incorporándose progresivamente a la mayoría de compradores de autos y de vídeos.

Y ya sabéis vosotros, angelitos de mis demonios, cómo es ley que la miseria y carroña de los explotados corrompa en la cosa misma (sin necesidad de pasar por remordimientos de las conciencias) la riqueza y el goce de los explotadores, de manera que en la incapacidad para el disfrute, en la inanidad de los paquetes de compras de la mayoría, y también en las diversas chaladuras de estos clientes míos, se podía leer directamente la peste, el hambre y los vanos encarnizamientos de los alrededores.

¿Era por eso, viditas de mis agonías, por lo que tenía yo que presentir, sentir, el derrumbamiento de todo este aparato, como lagarto entre las grietas que percibe de las lejanas entrañas de la tierra los primeros temblores del terremoto? Y, ¿era por eso por lo que tenía que pasarme el año escribiéndoos a vosotros, viviendo con vosotros en el derrumbe mientras os escribía, y tratando vanamente de ayudaros, criaturillas de mis desengaños, a pasar el trance lo más serenos que se pudiera, como aquel del viejo Horacio, que "si roto se desploma el cielo, impávido a él le herirán las ruinas"?

O a lo mejor no era por eso por lo que os escribía. A lo mejor era sencillamente que este mundo era demasiado bueno y dulce (al menos para los pocos afortunados y aprovechados) y que, previendo que me iba a dar demasiada pena dejarlo para siempre, por eso tenía que imaginar detrás de mí el derrumbe y veros a vosotros, ilusioncillas de mis ojos moribundos, debatiéndoos entre las ruinas de tanta felicidad.

No sé, pero puede ser. Y entonces, a lo mejor (¿para qué seguiros escribiendo y dándoos el latazo con avisos interminables?), a lo mejor no pasaba nada, a lo mejor no iba a haber derrumbamiento alguno, a lo mejor íbais a seguir vosotros viviendo en la misma babia que vuestros padres y vuestros abuelos y yo mismo que os escribía.

Esto es: que todo eso del derrumbe del sistema no era otra cosa que el aburrimiento, que este aburrimiento que ahora ya me cercaba por todas partes: el vacío, el bostezo del caos primigenio, el que se contaba en la teogonía o en las fantasías del universo vacío y de antes del Bigbang, que seguían hoy los físicos contando, reflejando en la imaginación el aburrimiento de sus vidas, el bostezo de sus bocas particulares.

Un último consejo

Bueno, pues si eso es así, si todo el derrumbe que padecéis no es más que aburrimiento, en ese caso (he aquí mi último consejo), aburríos, telarañitas de mis cariños, dejáos aburrir, no os defendáis contra ello, no hagáis nada para no aburriros, dejáos aburrir interminablemente, aburríos sin hacer nada más que eso, aburríos hasta que aburráis a Dios en persona a fuerza de aburriros. Tal vez ahí esté el secreto. Tal vez de ese bostezo abriéndose sin fin sea de donde nazca la creación, la creación de cualquier cosa que no esté ya creada, que no se sepa.

Y en fin, me hagáis caso o no me lo hagáis, me leáis o no me leáis... No podía yo creer en vosotros si érais mi futuro (¿cómo iba yo a creer en futuro de Dios ninguno?), pero, si acaso no lo sois, si acaso sois algo que no es eso, estrellitas de mis ojos ciegos, ahí os mando a perderse sin fin por lo desconocido este chasquido de besos revuelto con el son de las palabras.

Agustín García Calvo es catedrático de latín de la Universidad Complutense de Madrid.

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