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La pasión de un místico del pincel

Sencillo, reservado, introvertido, apasionado, extremadamente sensible hasta la suspicacia, gran, solitario que constantemente se extraviaba por los parajes más apartados de la naturaleza, exaltadamente religioso hasta emocionalmente adentrarse en raptos místicos, pero nada convencional en sus creencias, la personalidad de Caspar David Friedrich todavía nos hace enmudecer, como si temiéramos no estar a su altura espiritual. Su vida fue como una permanente búsqueda ascética de un estado de pureza que tan sólo podía colmar la naturaleza desnuda, el lugar donde se producía la epifanía de lo divino. En este sentido, le cuadra bien la etiqueta de panteísta, pero siempre que la interpretemos de la forma más trágica, como, diríamos parafraseando a nuestros místicos, una ansiedad a lo divino.Había nacido en una pequeña ciudad portuaria ribereña del Báltico, Greifswald, disputada por Dinamarca y Prusia, y le marcó el espíritu del mar infinito como un misterio descubierto a la luz de la luna.

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De Swedenborg a Kosegarten, Friedrich se empapó con la teología mística naturalista del credo protestante y vivió simultáneamente este renacimiento espiritual con el político, a través del resurgir de la nación prusiana, germen de lo que sería la futura Alemania. Hubo un momento, justo a comienzos del siglo XIX, que despertó la atención de los mejores intelectuales y artistas del prodigioso movimiento romántico alemán, pero, cuando su fama declinó, supo preservar en su ardorosa fe y su obra pictórica, soportando ejemplarmente los vaivenes de las modas. La razón fue muy sencilla: para Caspar David Friedrich la pintura era un medio de realización y perfeccionamiento espirituales, y, como tal, un medio para alejarse del mundo y encontrarse a sí mismo.

Singularidad

Desde esta perspectiva, se han dado ciertamente muy pocos casos tan singulares como el suyo en el arte occidental, pero no sólo en la forma de crear un estilo, sino, sobre todo, en que éste fuera la decantación de una concepción espiritual llevada hasta los límites de la autenticidad más extrema.

La verdad de esta soledad nos conmueve hoy quizá porque nos resulta más imprescindible, porque su lejanía la sentimos como una tragedia y, quisiéramos hacerla tan nuestra como próxima y prójima. Es todo un síntoma de que Caspar David Friedrich tiene aún mucho que decir a quienes ahora pueden contemplar sus cuadros en el Prado y que lo que nos dice a través de toda su obra lo necesitamos de verdad. Fue, como dijo Jensen, "un místico del pincel".

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