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Dos velocidades

El referéndum francés y la crisis financiera de Europa propician la pregunta de si la doble velocidades inevitable y si los ciudadanos europeos creen que se tambalea la unión. La cumbre de Birmingham el próximo día 16 tiene la respuesta.

Aseguran los ministros de Economía de los Doce que no hay Europa de dos velocidades. Me gustaría que nos explicaran entonces qué hacen la libra esterlina y la lira descolgadas del sistema y la peseta pendiendo de un hilo.Hace tiempo que Otto Póhl, ex gobernador del Bundesbank, sostiene que la Europa de dos velocidades es una realidad y que lo único que hay que hacer es rendirse a la evidencia. El canciller Kohl, el presidente Mitterrand, el primer ministro John Major parecen haberlo hecho a lo largo de las últimas semanas. Según Pöhl, la única unión monetaria posible es la que debe reunir a los países que se lo pueden permitir: Alemania, Francia y el Benelux (con el añadido de algunos extracomunitarios como Austria y Suiza). Para todos los demás, la receta debe ser el rechinar de dientes y la disciplina más absoluta hasta que sus economías sean realmente convergentes con las más fuertes. No anda muy descaminado Pöhl: porque es un hecho que el Tratado de Maastricht prevé que en 1999 sólo vayan a la unidad monetaria los países que hayan cumplido con las reglas de la convergencia, consagrando así, por consiguiente, lo que tanto nos escandaliza, la Europa de dos velocidades.

Una proposición de esta naturaleza plantea la necesidad de decidir, por una parte, si las dificultades que está padeciendo el proceso de ratificación del Tratado de Maastricht indican que la salida del atolladero está ahora en la descomposición del proceso de unidad en varios tramos a diferentes velocidades. Y, por otra, si de todos modos es factible progresar de forma fragmentada en las cuestiones económicas y de modo unitario en las políticas.

¿Cómo se compagina esta disyuntiva con el hecho de que existe una Comunidad Europea -cultural social, política, comercial, aduanera, económica que lleva un tercio de siglo anudándose sobre las bases de la paz, el deseo de superar los nacionalismos y la voluntad innegable de construir una unidad? Lo que es más complejo aún de contestar, ¿el rechazo danés, el casi rechazo francés, las dificultades británicas son sólo o prioritariamente de naturaleza económica? O, por el contrario, ¿tienen más que ver con cómo se sienten los ciudadanos europeos en relación con las ventajas que obtienen o con el precio que tienen que pagar políticamente para unirse?

El referéndum francés que está en la base de todas estas preguntas ha desestabilizado profundamente al proyecto Maastricht: lo ha aprobado y, al mismo tiempo, lo ha herido gravemente. Ha demostrado que, para el proceso democrático, es sano un profundo debate a escala nacional pero que, para resolver el proceso, de unidad continental, es directamente pernicioso. El sí no tiene matizaciones posibles; el no responde a cuatro o cinco cosas diferentes (censura a Mitterrand, chovinismo ultramontano, insatisfacción con el ritmo de unidad, dudas sobre el déficit democrático de las instituciones comunitarias) y, por lo tanto, revela las intenciones del votante pero desfigura el efecto sobre lo que se trata de refrendar.

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Soberanías nacionales

Curiosamente, el sí francés ha puesto a la defensiva a los adalides de Maastricht. Por ejemplo, a las acusaciones de que el Tratado, al concluir prácticamente el ciclo de la construcción europea, propone la renuncia a las soberanías nacionales, sus defensores contestaban que no es cierto, cuando la respuesta correcta es que, al final del proceso, sí lo es. La reacción del canciller Kohl, al día siguiente del referéndum francés, fue reconocer que, para salvar el proceso de unidad, era necesario limitar severamente la capacidad de maniobra de la Comisión de Bruselas, reforzando así la autoridad de los Estados soberanos, especialmente de Alemania y Francia, un eufemismo que esconde no inquietudes políticas, sino incomodidad económica: los fuertes de Europa se quejan del lastre de los débiles. Precisamente lo que trataron de paliar los europeos que fundaron la CE.

Estas incongruencias demuestran hasta qué punto el referéndum del 20 de septiembre ha sembrado la duda sobre el camino que los europeos estamos trazando para unirnos. Lo malo es que las dudas tienden a afectar a todo el proceso, como si la lenta construcción de una política exterior común, la colaboración judicial, el establecimiento del mercado único fueran invalidados por las sospechas de que existe un déficit democrático generalizado del que es solamente culpable una monstruosa Comisión de Bruselas. No es así, naturalmente, y al insistir en la validez del Tratado de Maastricht, debemos recordar que es la culminación de un proceso libremente echado a rodar por nuestros dirigentes democráticamente elegidos por nosotros.

Ocurre, sin embargo, que hace dos semanas se tambaleó, mucho antes de tiempo, la base del sistema económico y monetario ideado por el Acta única y perfeccionado por Maastricht y salieron a relucir las peores debilidades de varios socios (ltalia, Reino Unido y España), la relativa salud de Francia y la presencia hegemónica de Alemania. La conclusión de quince días de tormenta ha sido una especie de sálvese quién pueda: la resurrección de los conceptos más o menos disfrazados de una Europa a dos velocidades que habrían pactado Kohl y Mitterrand, la repentina soledad de Major y la formulación de las reivindicaciones que cada socio se dejó en el tintero a la hora de firmar en Maastricht. Por ejemplo, las quejas danesas, ampliadas a última hora con todo un catálogo de renovadas exigencias.

Reticencias populares

¿Están los ciudadanos de la CE satisfechos con el proceso que les proponen sus líderes? Se diría que, en grandes zonas de Europa, sólo a medias. Se diría, aún más, que las reticencias populares en donde las hay están directamente influidas por las complejidades y rigidez de que ha adolecido el Sistema Monetario Europeo. Las declaraciones hace ya días del ministro Solchaga resaltan una vez más hasta qué punto es impopular la consecución de los objetivos y condiciones económicas que conlleva el integrarse en el posible grupo de "los países ricos". Las alusiones a las enormes dificultades para disminuir la destrucción de empleo prevista, el disimulado aumento de. la presión fiscal -directa o indirecta- son, evidentemente, malas noticias para los ciudadanos. Pero es importante que los españoles no identifiquen la incorporación a Europa con las dificultades que padecen. Porque éstas responden en gran medida a la crisis económica mundial y a nuestras propias depresiones.

Al mismo tiempo, enfrentados con el hecho casi inevitable de un proceso a dos velocidades o de "geometría variable" es preciso que los líderes europeos procedan a matizar urgentemente las cuestiones más controvertidas de Maastricht para hacer viable la vuelta a la disciplina económica que todos suscribieron. Pero dar marcha atrás y empezar de cero es una imposibilidad radical, como pedir a un saltador de palanca que, a medio camino del agua, interrumpa su salto y vuelva al trampolín. El Consejo Europeo extraordinario de Birmingham el 16 de octubre tiene ante sí la delicada tarea de salvar lo que es absolutamente imprescindible: el Tratado de Maastricht, dando al tiempo satisfacción a sus numerosos críticos. Matizar sin retroceder.

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