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El año triunfal

Antonio Elorza

Ahora todos sabemos que el tiro ha salido por la culata, pero conviene recordar que hace sólo tres meses el menor atisbo crítico era de inmediato ahogado por la marea dominante que respaldaba el sano orgullo de quienes habían consumado la modernización de España. El discurso oficial era claro: no había que mirar hacia atrás, en dirección de un pasado histórico reducido a pretexto para la exaltación del presente. Con el fuego de artificio de la Expo todo el mundo descubría de una vez la capacidad de los españoles. Criticar lo realizado equivalía a sentar plaza de antipatriota, y los buenos resultados de la política de imagen en el exterior refrendaban semejante postura. Por fin, tampoco había que ahondar en las cuentas: Andalucía se merecía el esfuerzo por el abandono de que fuera históricamente objeto, y además el reconocido rigor de nuestros responsables económicos garantizaba el buen resultado de la operación. España se sumaba con velas desplegadas al avance de Europa y era absurdo poner en cuestión la operación de prestigio planificada desde el Gobierno. Solamente los sindicatos tuvieron el mal gusto de advertir que todo ello iba unido a una política económica en que el pago de las facturas se distribuía de modo muy desigual. Por un momento, España pare ció aquella república de hombres encantados a que hacía re ferencia el arbitrista Cellorigo en torno a 1600. Solamente hubiera faltado en esos días del final de la primavera el aluvión de medallas olímpicas para que el estallido de entusiasmo, guiado y capitalizado por el Gobierno González, fuese una realidad.Ciertamente, el despertar de ese encantamiento ha. sido brutal. Ante todo, la gestión económica, clave de la seguridad del sistema, deja ver sus agujeros por todas partes. Tras tanto éxito proclamado, tapar el déficit exige un ajuste duro, sin que se vea el final del nuevo túnel, a no ser que se produzca un vuelco imprevisible en la coyuntura internacional. Por si esto fuera poco, el ministro responsable carga una y otra vez las culpas sobre la dureza del camino a Maastricht, propiciando de este modo una indeseable asociación mental entre europeísmo y penuria. Vuelve a todo gas la corrupción y el caso Ollero pone en entredicho una vez más los mecanismos de financiación del socialismo andaluz, y con ello la honestidad de la clase política gobernante, Puestos a tropezar con todas las piedras, ni siquiera el valor seguro de la Corona se ha librado de sacudidas, con las historias de supuestas infidelidades y noviazgos reprimidos. Y para cerrar el pequeño museo de horrores veraniego, ETA vuelve a matar, al tiempo que fracasa el intento efectuado por el PNV para "sacar del pozo" a HB, que de aislada se convierte en eje alternativo de las relaciones políticas vascas tras la doble victoria de la autovía. Todo ello, sin mover un centímetro las propias posiciones y con la sangre corriendo.

Puede decirse, y ello resulta pertinente, que el Gobierno González no es responsable del empeoramiento de la coyuntura internacional o de los errores de estimación política de Arzalluz. Sería pues, del todo injusto propugnar un pesimismo gene ralizado que causase no sólo la erosión del poder socialista, sino la del propio sistema de mocrático. Pero sí conviene tomar nota de lo sucedido en estos meses para afirmar la necesidad de una rectificación en profundidad del estilo de gobernar, sobre todo en lo que concierne a la comunicación en tre el poder y la sociedad. Si algo ha fracasado plenamente en este fallido año triunfal es la política de imagen, que con tanto éxito viene practicando González en la última década. Nuestra democracia es demasiado joven como para soportar por mucho tiempo más la tensión entre palabras y realidad que ha estallado últimamente. Ya está bien de demostraciones publicitarias permanentes. Ha llegado la hora de explicar. De no ha cerse así, es la credibilidad del sistema democrático lo que está en juego a medio plazo.

Por supuesto, la conversión de la política en marketing permanente facilita los éxitos en circunstancias favorables. Pensemos en lo que hubiese ocurrido si en este año se mantuvieran los flujos de inversiones procedentes del exterior del pasado inmediato y la economía europea conservara la tendencia alcista. Los festivales del 92 serían presentados entonces como la necesaria culminación de un éxito histórico. Sin embargo, la sensación de crisis sería hoy menor reconociendo, en su día, en la segunda mitad de los ochenta, los beneficios que resultaban de la condición de furgón de cola en el crecimiento europeo, y los riesgos que implicaba la fragilidad de ese mismo crecimiento. Pero era sin duda más rentable atribuirse la totalidad del éxito. En un terreno muy diferente, cabe aplicar patrones parecidos al tratamiento de un tema como la Corona. Desde la Baja Edad Media se consolidó la diferenciación entre las dos personas del Rey, la estrictamente humana y la institucional. En sentido contrario, desde el mundo de los mass media ha tenido lugar una asociación, en apariencia positiva, entre la popularidad de la institución monárquica -singularmente en países como Inglaterra-, y el acercamiento a la sociedad de las personas reales. Lo que ocurre es que ese baño de masas tiene sus peligros en cuanto surge la menor conducta desviada, como el propio caso inglés acaba de probar, y entonces no vale cargar las culpas sobre el mensajero de siempre. Si en el informativo nuestro de cada día el espectador / ciudadano se ve obligado a reír las gracias y admirar los talentos de la familia real, no ha de extrañar que luego pretenda conocer el otro lado de la moneda. Más vale, pues, guardar siempre las distancias.

Lo fundamental es, en todo caso, que la venta de imagen sea sustituida por la explicación y el convencimiento. La estampa del presidente Mitterrand en la Sorbona, en polémica abierta sobre Maastricht, podría en este sentido ser ejemplar para unos políticos como los nuestros -de González a Anguita, de Aznar a Pujol- propicios únicamente a la exhibición preparada y en campo propio. Hay que conocer las responsabilidades en los desastres de cálculo presupuestario del último año, y analizar la racionalidad -o irracionalidad- de las decisiones de gasto asumidas en torno a la conmemoración del 92. Dar a conocer, si es que el equipo de Gobierno tiene alguna idea de ello, qué costes supondrá la adecuación a Maastricht y las razones por las que se ha elegido un nivel de déficit público que maximiza el sacrificio. González y Solchaga deben darse cuenta de que su marchamo de infalibles ya no existe y que resulta casi indecente, y aun peligroso para todos, seguir reivindicándolo. La política europea ofrece hoy demasiados ejemplos de lo costoso que resulta el intento de muchos gobernantes por subordinar la resolución de los problemas, y la confrontación con la sociedad que ello supone, al fin exclusivo de la perpetuación en el poder mediante sucesivas victorias electorales.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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