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La estética del derribo

¿Será posible?Parece una paradoja, y como tal, roza el absurdo. Esa democracia tan anhelada por los habitantes de allende el Muro parece haberse emborrachado con su propio éxito. Es como si de repente se hubiera puesto de moda en Europa la estética del derribo.

No importa el color de los que están en el poder. Da la impresión de que los ciudadanos: electores hubieran olvidado que, después de todo, fueron ellos los que, en el ejercicio de sus derechos democráticos, les llevaron a la cima. De lo que se trata ahora es de cambiar de tercio, y no siempre a mejor. Cambiar para encerrarnos en nosotros mismos, para bunkerizarnos, en afortunada expresión del instituto sociológico italiano Makno.

Parece que la envidia nos corroe, que todos anhelamos disponer de un muro particular contra el que arremeter, al que derribar, bajo el cual enterrar un futuro que de golpe y porrazo consideramos moribundo. La imagen que refleja la cara occidental del espejo europeo en el que el Este gustaba contemplarse es cada vez más borrosa, insegura, ególatra. Más aún: temerosa, pesimista, despectiva.

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Los recientes comportamientos electorales en Occidente, incluido el referéndum francés sobre el Tratado de Maastricht, han hecho añicos el espejo de la certeza. Cada trozo es un mundo en si mismo: los que están en el poder son fuertemente acosados (Mitterrand, Kohl, Major, González), sus alternativas se las ven y se las desean para hacer honor a tan democrática aspiración, los violentos engrosan los extremos del espectro político (tan ultraderecha es ETA o el IRA, si no más, que los neonazis aspirantes a una celda en el psiquiátrico). Y, entretanto, se multiplican las setas políticas, los pequeños partidos, los diminutos grupúsculos, que, salvo honrosas excepciones, no hacen sino echar la carne en el asador del enemigo. Es decir, en el asador de la disgregación, del nacionalismo mal entendido, del esperpento.

Ésta es la paradoja histórica que están protagonizando, es posible que inconscientemente, las sociedades que más ejemplo de madurez deberían dar. Para que un colectivo esté vivo, se apasione y pise fuerte, es imprescindible que sus miembros crean en sí mismos. Y no es, precisamente esta sensación la que emana de las encuestas, da igual que sean en España, en Alemania o en Francia. Lo más peligroso, quizá, es que nadie se considera culpable, todos echan la culpa a los demás, sobre todo a los que están allá arriba, como si sólo de ellos dependiera la armonía social o el bienestar económico. Es decir, nadie admite su responsabilidad. Y donde los ciudadanos no se consideran responsables no puede cuajar la verdadera democracia, ya que, a fin de cuentas, la democracia comporta el compromiso, la delegación de soberanía y la confianza en los elegidos (lo que no está reñido con una sosegada alternancia en el poder).

Una sociedad sana está obligada a soñar, a inventar, a combatir. El futuro ha de ser su único presente. Hago mío el interrogante recientemente planteado por Francesco Alberoni en Il Corriere della Sera.- "¿Es mejor aspirar a la belleza, la perfección, la armonía y sufrir la fealdad del mundo, o abandonarse y aceptar la vulgaridad?". Con él deberíamos concluir que nuestra capacidad de supervivencia está en función directa a nuestra capacidad de renovarnos, de adentrarnos por el camino del entusiasmo, del deseo y del riesgo. Europa se merece al menos esto.

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