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Fragilidad europea

Me enteré del francés el domingo 20 a primera hora de la tarde (hora de Nueva York) mientras participaba en una conferencia sobre la nueva teoría de la ley de Jurgen Habermas. Habermas estaba presente, así como su gran oponente, Niklas Luhmann, varios intelectuales, teóricos legales, filósofos y abogados americanos y europeos. El presidente de la sesión interrumpió el debate para anunciarnos el resultado, haciendo mención al "candente interés de muchos intelectuales europeos presentes aquí por conocer el resultado del referéndum". Dimos vítores y aplaudimos, y poco nos faltó para cantar La Marsellesa; pero no era la ocasión más apropiada para cánticos colectivos: tenemos recuerdos ambiguos sobre tales explosiones emocionales. La escena me recordó mucho Europa como proyecto: se trata de la célebre controversia de los intelectuales de izquierda liberal de los noventa. (Por este motivo tenemos que estar constantemente preocupados. Argumenté en vano que el 51% es un margen estrecho, aunque no inusual, dado que se trata de una nación políticamente dividida desde hace exactamente dos siglos, con la proclamación de la Primera República).Pero la preocupación general de la clase política europea, la prensa, los partidos y amplios estratos sociales, muestra que existen problemas con Europa como proyecto. Los principales problemas me fueron planteados vivamente este verano durante una visita a Bulgaria donde un intelectual me dijo: odio Europa porque es una invención socialista. No quise tener un debate sobre el socialismo en ese momento pero capté el sentido de su enojada ocurrencia. Maastricht ha creado quizá el Estado del bienestar más importante de la historia. Y al añadir la decisión de una moneda común europea a un sistema monetario ya integrado, los firmantes de Maastricht incrementaron y extendieron tremendamente los mecanismos en virtud de los cuales una economía continental integrada puede ser planificada y manejada sin nacionalizaciones ni expropiaciones. ¿Cuál es el resultado? Repárese en la actual reacción en cadena de convulsiones económicas. El Gobierno alemán, tal como era su deber inevitable, cargó con los costos económicos de la reunificación. El proceso, como era de esperar, costó mucho más de lo previsto. El Gobierno alemán, también previsiblemente, no quiso aumentar los impuestos estando las elecciones tan cerca; en vez de esto, el Bundesbank elevó los tipos de interés y entonces todo el mundo inyectó capital a la economía alemana. En este momento, el problema deja de ser sólo de Alemania; además de afectar a EE UU, su impacto repercute en toda la comunidad monetaria. Las monedas más débiles están amenazadas, la crisis política se manifiesta al mismo tiempo que la crisis económica; el Reino Unido sale, temporalmente, de la comunidad monetaria; todo el trabajo de Maastricht estaba amenazado y ha sido salvado sólo por un escaso 51 % de votos afirmativos franceses. Se ha tratado, es cierto, de un toque de atención: no un aviso contra Maastricht, contra la generalización del Estado del bienestar o el moderado socialismo de las economías de mercado, integradas bajo un control político benevolente y no tiránico. Pero ha sido definitivamente un aviso para no repetir la historia de Europa del Este, es decir, tomar importantes decisiones que afectan a las vidas de los ciudadanos de países enteros sin hacer el más mínimo esfuerzo por advertirles de lo que deberían esperar y sin dar muestras de un mínimo interés hacia sus opiniones. Detrás de todas las tensiones económicas existe una maraña de ansiedades políticas, históricas y culturales, desconfianzas mutuas y animosidades apenas ocultas por la retórica europea. ¿Quién no ve que en el centro de la tormenta está el viejo imperio de Carlomagno, con sus dos partes no unificables? ¿Quién no entiende que el Reino Unido sufre un drama interno de dimensiones inusuales cuando sus dirigentes acercan el país al continente más de lo que nunca estuvo desde los tiempos de Juana de Arco? ¿Quién negaría, además, la relevancia del aviso de Margaret Thatcher sobre una clase de eurócratas cuyos miembros principales van a tener mayor influencia sobre asuntos decisivos que un Gobierno nacional, a pesar de que no son dirigentes electos sino designados por una burocracia?

Entre otras cosas, la cuestión de la filiación nacional de la eurocracia puede y debe ser formulada, no sólo por su oculto designio sino porque a la luz de la experiencia yugoslava, la carencia total de identidad nacional puede llegar a ser un problema importante. (Yugoslavia nos ha enseñado que un grupo integrador de una organización multinacional cuya idiosincrasia no pertenezca a ninguno de los grupos étnicos puede no ser necesariamente imparcial sino simplemente insensible a los problemas de todos ellos).

Yugoslavia no ha sido mencionada en vano, puesto que la incontrolable guerra que allí se libra ha sido el fracaso más espectacular del nuevo establishment europeo (y no hemos llegado al final de esta historia). Los dirigentes europeos han confundido todas las señales de la crisis; han insistido durante mucho tiempo en una unidad difunta. Cuando tenían que revisar su política, no pudieron coordinar los pasos de su actuación en el exterior (la falta de coordinación ha sido más espectacular en el caso de Francia y Alemania). Cuando la acción militar se convirtió en un deber, se mostraron débiles, y no pudieron controlar ni la agresión del Ejército serbio ni los crímenes de guerra cometidos fundamentalmente por los chetniks armados por el Estado serbio y sucesivamente por todas las partes que intervienen en el drama. El ejemplo del extremismo serbio es un estímulo al radicalismo derechista húngaro y rumano para hacer en su país y fuera de sus fronteras lo que consideran justo, en la medida en que piensan que Europa no tiene poder para pararlos. Evidentemente, el proyecto europeo no está en posesión ni de los mecanismos o principios, ni, en última instancia, de la determinación interna de dar pasos decididos, de carácter militar si fuera necesario, para integrar a, una serie de países que abandonarían la guerra como una forma de resolver los problemas dentro de la comunidad.

Y, finalmente, está el notorio problema de la magnitud todavía indefinida de la Comunidad Europea y el flujo de refugiados vinculados a este problema, la mayoría de los cuales espera obtener pronto un permiso legal de trabajo debido a los cambios esperados en la composición de la comunidad. El resultado puede ser resumido en una palabra: Rostock, una nueva clave alemana para la abominación política. Aquí de nuevo la eurocracia tiene bonitas cosas que decir sobre derechos humanos (y francamente es mejor enfrentarse con las burocracias que con los ásperos mandatos que antes se dirigían a los refugiados), pero no aplica políticas auténticas.

El referéndum francés está lejos de resolver todos estos problemas, pero al menos los ha puesto de relieve debido a la ansiedad que ha provocado durante semanas. Y manifestar los problemas es el mayor servicio que se puede hacer al proyecto europeo, el cual, al contrario que la mentalidad eurocrática, no se desarrolla demasiado des pacio sino más bien demasiado rápido. Por lo demás, es sólo un sentido cultural europeo de de sarrollo lento y gradual, una historia compartida y una mito logía común (todo lo cual no se desarrolla en cuestión de pocos años), y no unas pocas actuaciones repentinas de un funcionariado cosmopolita, por crucial que pueda ser su función, lo que podría crear un cambio tan trascendente como la integra ción perdurable del continente históricamente más atormenta do.

Agnes Heller es profesora de Sociología de la Nueva Escuela de Investiga ción Social, en Nueva York.

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