Los nuevos gafes
El francocentrismo es una de las características del no en el referéndum de Maastricht. Sus raíces ideológicas, curiosamente, están en una especie de evocación pos-sartriana. El sartrismo, aunque borfado del panorama intelectual, tiene un punto de referencia residual en el europesimismo y en la desconfianza-desprecio hacia Europa que marcó los años de la posguerra. "Europa, ¿para qué?"; "¿de qué sirve Europa?", son las preguntas petulantes de quienes, en resumidas cuentas, defienden la propia hegemonía cultural y miran a los otros como bárbaros. Tras la caída del muro y el caos de la Europa del Este -a fin de cuentas indispensable y hasta saludable-, la intelligentsia europea se encontró desorientada, perdida y paralizada en todas partes, pero sobre todo allá donde reinan los esquemas del rígido nacionalismo de los francocentristas parisienses.Perestroika-Katastroika había titulado hace tiempo una revista cultural parisiense, con un veredicto de fracaso global de las esperanzas de democracia en el Este. ¿Es exacto o se trata de un frívolo juego intelectual, de una gracia de salón? Da la impresión a veces de que a ciertos herederos de la gauche possartriana les habría gustado dejar embalsamado al Este europeo, Alemania partida en dos, el sistema de prisiones y casamatas posterior a Yalta en pie, la espiritualidad anulada, las religiones reemplazadas por el ateísmo de Estado, y así sucesivamente. ¿Por qué? A lo mejor por motivos nobles: para continuar su antigua batalla en favor de los derechos humanos, firmar manifiestos, publicar las obras prohibidas en aquellos países, acoger a la disidencia y exaltarla con toda justicia. Ahora, triunfantes los derechos del hombre que durante decenios enarbolamos, en el terremoto no inesperado del poscomunismo, fruncen la nariz. Las cosas no marchan como en el sueño platónico de la ansiada polis. La democracia allí resurge balbuciente, tras más de 70 años de afasia. Las sociedades civiles no se asemejan a las estampas de Epinal, de colores rosa y celeste, con distinguidos Parlamentos decimonónicos y recios discursos a lo Víctor Hugo sobre el futuro europeo. Aquellos disidentes y aquellos pueblos parecen recién salidos de campos de concentración, piel y huesos. Más aún, se ha delineado un fresco sombrío y trágico, donde el desastre económico es un maremoto y la gente se debate enloquecida, y los países, unidos antes por el cemento comunista, ahora se resquebrajan. Emergen con virulencia las minorías nacionales -y no sólo vemos los tan criticados nacionalismos con la lente de aumento de ellos, sino que los ignoramos entre nosotros, dentro de nuestros países, donde también existen, aunque, gracias también a Europa, estén controlados. Ciertamente, si el muro no hubiese caído, no habríamos tenido la ruina del imperio soviético ni la explosión de pequeños países aplastados bajo la bota moscovita, ni la carestía macroscópica perceptible ahora a simple vista en Rusia. No habríamos tenido la abyecta matanza de Sarajevo, ni la feroz guerra de conquista de los serbios, ni el éxodo albanés en las balsas de la Medusa, ni la secesión báltica, ni la doliente mitad de Europa presionando en nuestras fronteras, echándonos encara nuestras responsabilidades con sus viejos opresores. Si todo eso no hubiera sucedido, habríamos seguido debatiendo eternamente sobre la democracia en el Este. Las cosas han marchado en la dirección opuesta. Pero ahí están los nuevos gafes europeos. Dicen que la Europa comunitaria es responsable de los nuevos desbarajustes. Adiós, Europa cobarde, es el título de un editorial anti-Maastricht. Y así, el caos de la historia contra un arreglo hegemónico feroz, casi secular, el del comunismo soviético, pone más de relieve que nunca nuestra parcialidad, amén de nuestra falta de preparación ideológica y política. Siempre desunidos entre nosotros, incluso como gente de cultura, por arrogancias nacionalistas rivales, no sólo en política exterior o económica, sino en política cultural. Pero hoy la altanería de unos y otros no se sostiene ante el imprevisto histórico, una especie de giro astral que nuestros pensadores y astrólogos del futuro jamás hubieran imaginado. Pero hay quien elige aún la vía del lloriqueo ("el sollozo del hombre blanco", se decía en tiempos) para insolentarse con Europa, para escupir sobre los acuerdos y rechazar su aprobación. Aunque cierto parisienismo sea masoquista, ¿cómo es posible no valorar que fue precisamente esa pizca de libertad democrática y de florecimiento económico europeo lo que permitió alzar en el Este la bandera de la liberación del comunismo? Contra los lotófagos, que olvidan historia y familia, periódicos como Le Monde han hecho bien al publicar, este verano, los hechos del pasado, al restituirnos el cretinismo político e intelectual de los antieuropeos, guiados por la ideología moscovita contra la Europa comunitaria, la grande y auténtica rival. Sastre gritaba, allá por los años cincuenta, "l`Europe est foutue" (Europa está jodida), "l`Europe est une putaine" (Europa es una puta). "Somos los derrotistas de Europa", coreaba Aragon. Entonces se vivía con las ideas recibidas, con los prejuicios de la élite culta (influida por el marxismo moscovita y después por el estructuralismo), que eran por los menos cinco. 1. Europa era solamente nazismo, colonialismo, racismo (nada de catedrales, Chartres y la Sixtina no eran sino humo en los ojos...). 2. La propia idea de Europa era inaceptable, moralmente condenable. "Cada vez que en el Tercer Mundo se mata a un europeo, se alcanza a dos pájaros de un tiro: muere un opresor y desaparece un oprimido" (Sartre, en el prólogo a Les damnés de la Terre, de Fanon). 3. Europa había entrado en la "vejez del espíritu" (Hegel), y por ende estaba históricamente condenada en el juego universal de las culturas, las civilizaciones, los pueblos. 4. Se invitaba a huir de esta Europa, una especie de gigantesca medusa planetaria, para partir en busca del buen salvaje, representado por el rebelde tercermundista vietnamita, la Sierra Maestra, los chinos de la República Popular, los indios sioux. En torno a este fantasma -¡Sartre pensaba que Argelia exportaría el socialismo a Francia!- se había organizado, ¡ay!, buena parte de nuestra vida intelectual. 5. En resumen, la historia estaba por doquier, menos entre nosotros. Se perseguía el menor síntoma de europeísmo, tachado de eurocentrismo, con el resultado de instalar en una especie de trivialidad histórica toda construcción europea. En cuanto a la identidad cultural europea común, esta mera formulación (común) constituía ya un insulto.
La propia idea europea se inscribía en la extinción de una civilización. En vísperas del referéndum francés quizá convenga recordar que en febrero de 1977 hubo otro referéndum entre los franceses, sobre la elección del Parlamento Europeo. Sartre, en primera persona, con el apoyo de los comunistas y la gauche divine, lanzó un "llamamiento a los electores" a votar en contra de la "Europa germanoamericana". ¡Es decir, contra la frágil asamblea de Estrasburgo que quería representar a los pueblos de 10 naciones! Muchos intelectuales asintieron, era la moda. Sólo Altiero Spinelli se rebeló contra el manifiesto antiparlamentario europeo. En cuanto a los ciudadanos franceses, al votar entonces sí a Europa aseguraron el triunfo del futuro Parlamento en el denostado referéndum, definido por Sartre "élections, piége á cons" (elecciones, trampa para gilipollas). Creo que hoy ocurrirá lo mismo, aunque la pugna sea grande. Quien esto lee, a tantos años de distancia, comprenderá cuántas estupideces han acompañado la lenta marcha europea. Comprenderá, también, por qué no ha existido nunca un pensamiento europeo. Y sería justo pedir, en recuerdo de las necedades del tiempo ido, un poco más de discreción y modestia a ciertos intelectuales franceses, e incluso europeos. Porque sólo de la consolidación de esta Europa podrá venir una respuesta positiva a la alteridad, que tanto los espanta, y que se delinea en el horizonte, al Este de este universo nuestro europeo que bien o mal hemos construido. ¡Y en paz entre nosotros, tras la carnicería de dos guerras! Felipe Gonizález, Helmut Kohl y los líderes europeos que han participado en el debate de París en estos días, para defender el sí, no sólo han rendido un gran servicio a Europa, sino que han esbozado con su presencia una idea de unidad política, entre ellos y los ciudadanos europeos, dialogando con el pueblo francés en directo desde la televisión (admirable ejemplo que debería multiplicarse a partir de ahora) y reforzando así la conciencia europea y el progreso de sus propios países.
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