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Maastricht y los 'eurócratas' de Bruselas

Uno de los argumentos que aparece a menudo en boca de los que tienen una actitud negativa con respecto al Tratado de Maastricht es el importante déficit democrático que se vería consolidado con el acuerdo. Desde mi punto de vista, es indudable que dicho déficit democrático existe y que es un importante obstáculo al proceso de construcción europea. Mi objetivo no es otro que aportar desde Bruselas algunos elementos de reflexión al respecto.La Comisión Europea. Los funcionarios europeos -los famosos eurócratas- somos, en 1992, 13.975 al servicio de la Comisión, de los cuales un tercio corresponde al servicio lingüístico y a la intendencia. La gestión, por ejemplo, de la política agraria, que representa todavía en tomo al 60% del presupuesto, moviliza 939 funcionarios, de los cuales 385 son de la categoría A. Una comparación con cualquier Administración, nacional e incluso local, demuestra que éstos no son un ejército de funcionarios.

En cuanto a nuestra manera de trabajar, todos los funcionarios (excepto los jefes) tenemos teléfono directo. Un ciudadano puede llamar (y de hecho llamar, llaman) y hablar directamente con el funcionario -que en Bruselas se ocupa de su problema. Éste es un potente instrumento de democracia directa que no está generalizado en todas las Administraciones y cuya eficacia depende en gran medida de cómo se utilice. Por cierto, nuestros sueldos, que no son malos, son inferiores a los que las respectivas administraciones nacionales creen necesario pagar a sus funcionarios para que trabajen con nosotros desde las representaciones permanentes.

Además, el Tratado de Maastricht consolida el principio de subsidiariedad. Será responsabilidad comunitaria únicamente aquellas tareas que se realicen mejor en común que por separado. La complicada construcción del Estado de las Autonomías en España demuestra que la puesta en práctica de dicho principio es dificil, pero también importante. En este sentido, Maastricht también representa un Paso adelante en la buena dirección.

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En realidad, el interés nacional bien comprendido implicaría el reforzar una comisión independiente para que cumpla lo mejor posible su papel de guardián de los tratados y de dinamizador de la construcción europea. Conduciría a una auténtica política de personal, hoy inexistente, a medio y largo plazo, en donde prime la profesionalidad y la eficacia frente a las fidelidades personales. Tendría, esto sí, el inconveniente de dificultar los nombramientos al personal.

El Parlamento Europeo. El tratado incrementa los poderes del Parlamento Europeo. Es otro paso adelante en la buena dirección, aunque, a mi juicio, insuficiente. Lo que muchos críticos al tratado se olvidan de decir es que son los Estados y el Consejo de Ministros quienes se oponen con más decisión al reforzamiento del poder del Parlamento. Se niegan, por ejemplo, a darle una sede definitiva cerca del ejecutivo, obligándole a una peregrinación cansina y gravosa en términos presupuestarios.

Este vaivén continuo no solamente agota inútilmente a los eurodiputados y les limita su capacidad de incidencia real, sino que provoca una auténtica sangría entre los funcionarios de la institución. Muchos votan con los pies, abandonando en cuanto pueden Luxemburgo y el Parlamento para poder trabajar en lugar de preparar mudanzas y tener una vida familiar más o menos continuada. En estas condiciones, difícilmente puede el Parlamento Europeo tener capacidad técnica para controlar, sugerir, proponer e impulsar iniciativas de interés comunitario.

El Comité Económico y Social. El Consejo de Ministros, ergo los Estados, también bloquea el desarrollo de otra institución europea que podría ser importante en el campo de las ideas y de las iniciativas, como es el Comité Económico y Social, negándole los medios y la independencia necesarios para que pueda hacer dignamente su trabajo. Por esto, no se debe equivocar al enemigo cuando se critican las deficiencias democráticas en el funcionamiento de las instituciones. Los obstáculos se encuentran más bien en los egoísmos de los Estados y en la miopía de los gobernantes, y no en una Administración comunitaria reducida y, en términos generales, motivada. No hemos abandonado nuestro país y dejado lejos a nuestras familias, a nuestros padres que se van haciendo mayores única o principalmente por dinero. La gran mayoría de nosotros. creemos sinceramente que contribuimos a edificar día a día Europa; nos consideramos como aquellos artesanos que trabajaron en la construcción de las catedrales, de los que nadie se acuerda, pero que aportaron su oficio a aquellas grandes obras.

El riesgo que siempre existe -y las dificultades con las que se enfrenta el proceso de ratificación del Tratado de Maastricht lo demuestra claramente- es el de las catedrales en el desierto. La sociedad española, todos nosotros, deberíamos aprovechar esta ocasión para hacer política europea y para promover el debate europeo.

Tomás García Azcárate es secretario saliente de la Asociación de Españoles Funcionarios de las Instituciones Europeas.

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