...pasando por Madríd
PARTE DEL debate francés pugna por abrirse paso en España, si bien aquí, al menos de momento, la cuestión de si debe o no convocarse un referéndum consultivo sigue ocupando el centro de, la polémica. Cabe decir a favor de los defensores de la consulta que su insistencia ha servido para hacer reaccionar tanto al Gobierno como a la oposición: habrá más información, y la renuncia al procedimiento de urgencia en la ratificación parlamentaria favorecerá un debate nacional sobre la cuestión. Si ése de estimular la información y animar el debate era el objetivo de los partidarios del referéndum hay que decir que han tenido éxito; convendría ahora que no se dejasen arrastrar por quienes buscaban otra cosa: los demagogos, los aventureros de la política ansiosos de emociones fuertes y aquellos otros para los que todo vale (incluyendo el descrédito de las instituciones) con tal de que el efecto sea la deslegitimación del poder socialista.Se puede estar a favor o en contra del referéndum, pero hacer depender de su convocatoria el carácter democrático o despótico de los gobernantes revela mala fe. En general, cuando una cuestión política de gran trascendencia divide claramente a las fuerzas políticas y a la población, un referéndum puede ser inevitable. Pero cuando esa división no existe es bastante probable que el efecto de la convocatoria sea provocar la polarización de la sociedad, y no necesariamente en torno a la cuestión sometida a consulta. El caso francés (o aquí el de la OTAN) se aproxima al primer modelo. El español, en el que tan sólo un sector de Izquierda Unida se opone a Maastricht, al segundo.
El argumento más fuerte a favor del referéndum es el de la conveniencia de reforzar la legitimación del paso cualitativo que supone Maastricht en el camino hacia la unidad europea: para evitar que ante cada efecto concreto del acuerdo vuelva a cuestionarse su legitimidad. Sin embargo, en una sociedad plural y compleja como la española (tan diferente, por ejemplo, de la irlandesa) es difícil que la opción perdedora en cualquier referéndum que se convoque no agrupe como mínimo al 40% de los votantes. La dificultad de reducir las diferentes opiniones existentes a la alternativa sí / no conduce a una estilización del debate y a una simplificación de los argumentos tan grande que, en lugar de esclarecer, polariza: crea diferencias donde no las había y coloca a una parte considerable del censo en posición de perdedores. En lugar de reforzar la legitimidad del proceso, se estaría suscitando una confusa y artificial militancia contra él.
De ahí la sospecha de que bajo la discusión sobre el procedimiento se oculte en realidad una postura de oposición a Maastricht que busca capitalizar como propios todos los descontentos y frustraciones de la sociedad, tengan o no que ver con la unidad europea. Pero si el resentimiento es legítimo, y un móvil político de primera magnitud, no es un programa. Y la afición hacia lo desconocido, tampoco.
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