_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Leer los labios

En su campaña como candidato en 1988, el presidente Bush pidió que leyeran sus labios cuando afirmaba que no aumentaría los impuestos, y luego, como es sabido, no tuvo empacho en aumentarlos. Curiosamente, de todas sus promesas incumplidas se le reprocha sólo ésta. La lección que del episodio deberían extraer todos los políticos del mundo es que jamás deben pedirle a sus electores que lean sus labios, ya digan éstos: "No habrá aumentos de impuestos", "OTAN, de entrada no", o "ésta es la madre de todas las batallas".De cualquier manera, Bush no fue el inventor del recurso. Hace ya mucho tiempo que los instructores de sordomudos lo emplean con excelentes resultados, y es gracias a tal asimilada enseñanza que tampoco esos minusválidos le perdonan a Bush su marrullería.

Esta vez, el presidente, mejor asesorado por su equipo de psicólogos sociales, no ha pedido que lean sus labios, aunque éstos se le tuerzan malévolamente cada vez que se refiere a Bill Clinton. Debido a esa precaución, nadie en el futuro le incriminará por las promesas incumplidas, e incluso habrá quienes elevarán sus plegarias para que no cumpla algunas de ellas, verbigracia, el compromiso de fabricar más y más aviones de guerra y otros adminículos letales, con destino a Taiwan, Arabia Saudí y demás regímenes vasallos. El analfabetismo labial ha pasado a ser, pues, requisito indispensable en las convenciones del Partido Republicano.

No obstante, tampoco hay que ensañarse con las fallas labiográficas de Bush o las faltas ortográficas de Quayle. En realidad, no sabemos a qué angustias podríamos exponernos los ciudadanos de a pie (o de a zapato o de a babucha) si nos dedicáramos a leerlos labios de la mayoría de los políticos cuando modulan sus ofertorios preelectorales. En ese caso, y para no caer en la metástasis del desánimo, sería aconsejable observar tan sólo aquellos labios políticos que silabean lenguas que no entendemos, o sea, que los hispanohablantes observemos las comisuras de Qian Qichén; los francoparlantes, los deletreos de Borís Yeltsin; los magrebíes, las finuras labiales de Collor de Mello, y los uzbequistanos, los belfos de Pinochet.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Otra jerigonza que no se entiende mucho, y que poco (en cualquiera de sus dos acepciones) nos desvela, es la que hablan los maastrichtólogos, verdaderos expertos en esa flamante variedad lingüística paneuropea, al parecer sólo cabalmente comprendida por los daneses. Los demás europeos están a la espera de que aparezcan los nuevos diccionarios Maastricht-Español y Español-Maastricht, Maastricht-Francés, Maastricht-Italiano, Maastricht-Servocroata, etcétera, y sus respectivas viceversas. Hasta ahora, una de las pocas cosas que se les entiende a los maastrichtólogos es que no les importa Somalia, cuyos niños escuálidos y agonizantes ni siquiera tienen el detalle de ser blanquitos como los bosnioherzegovinos, que también pasan sus hambrunas y escaseces, pero al menos son mejor acogidos en países limítrofes y no limítrofes.

La verdad es que este mundo finisecular, con Maastricht o sin él, no convoca aleluyas. Aun en la conspicua democracia que desde los primeros palotes se nos señaló como paradigmática, aun allí, la roedora miseria desarticula los soportes del sistema. El total de desempleados en Estados Unidos ha llegado a la preocupante cifra de 9.700.000, y sólo en el mes de agosto se han aniquilado, exclusivamente en el sector privado, 167.000 puestos de trabajo (EL PAÍS, 6 de septiembre). La economía norteamericana siempre ha sido programada para la guerra; de ahí que ahora, en pleno idilio Yeltsin-Bush, la perspectiva de paz signifique un cataclismo para esa economía, y en plena campaña electoral Bush impulse las ventas arriba mencionadas de aviones de combate F-15 y F-16, sólo para salvar del desastre financiero a las compañías McDonnell Douglas y General Dynamics.

La paz nunca ha sido buen negocio para los decididores (el término es de Lyotard) del capitalismo, y por eso buscan denodada e inescrupulosarnente las ocasiones de guerra. Dentro de esa ética de baja intensidad, el Departamento de Estado (no importa quien lo lidere) ha asumido virtualmente, ante las transnacionales bélicas, la obligación de generar conflictos para que ellas puedan a su vez colocar nacional e internacionalmente su mortífero instrumental y generar así dividendos de consideración. Por lo general, el Departamento de Estado cumple puntualmente con ese deber patriótico-financiero, ya sea provocando a algún enemigo potencial o simplemente inventándolo.

Por desgracia, la ética de baja intensidad (que en la parcela del subdesarrollo suele llamarse corrupción) se ha ido convirtiendo en un mal endémico, tan incontrolable como el sida o el narcotráfico. Al presente, es raro hallar un Gobierno, en cualquiera de los tres mundos, que no afronte acusaciones de venalidad o de cohecho. En ciertas ocasiones las denuncias carecen de fundamento y sólo obedecen a oscuras motivaciones políticas, pero lo más deplorable es que en la mayor parte de los casos tienen razón de ser. Está demostrado que el dinero (con sus aditamentos de poder, privilegios y renombre) mantiene una capacidad de seducción capaz de aflojar aparentes convicciones, principios y confianzas.

No obstante, la ética de baja intensidad incluye otro matiz y es el engaño deliberado en los anuncios que hace un candidato acerca de sus planes de Gobierno. Dentro de ese catálogo publicitario, sabe que hay promesas que podrá cumplir y otras que no. De todas maneras, resulta extraño que las figuras públicas pocas veces se arriesguen a jugar la carta de la honestidad, explicándole por ejemplo a su electorado que lo justo sería llevar a cabo tal o cual medida en beneficio de la sociedad, pero advirtiéndole también que probablemente no podrá cumplir con esa aspiración debido a las presiones que ejercen los inexorables imperios económicos y arbitrios internacionales. Es claro que para ello se precisa un valor cívico que hay que reconocer no está de moda.

El descreimiento generalizado que el protagonista social, o sea, el ciudadano, experimenta ante el quehacer de los políticos no se debe por consiguiente a la lectura que hace de los labios de sus presuntos conductores, sino precisamente a que lee correctamente los hechos que éstos generan. Después de todo, no es tan grave que el vicepresidente Quayle escriba potate en lugar de potato (en Somalia comerían gustosamente esas patatas mal escritas). Mucho más inquietante es que el presidente Bush, lo leamos o no en sus labios, revitalice de un plumazo las industrias de guerra a fin de que sus queridos capitalistas mantengan sus dividendos a trancas y barrancas y también a costa de las muertes, las miserias y los pánicos del mundo desvalido, incluso el que, dentro de sus fronteras, ya ha empezado a dar aldabonazos en la mala conciencia de su bienestar.

es escritor uruguayo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_