Aborto y culpa
SEGURAMENTE TIENE razón el ministro de Justicia al lamentar que la discusión sobre uno de los artículos del Código Penal, el relativo al aborto, esté polarizando la atención del público en perjuicio de la que merece el conjunto de la norma. La discusión parlamentaria de su articulado dará ocasión para una consideración más pormenorizada del alcance de esa reforma, clave para la adecuación de la ley a los valores que propugna la Constitución. Estos mismos valores amparan tanto el derecho de la jerarquía eclesiástica a orientar el debate hacia donde considere oportuno como el de otras instituciones a disentir de sus criterios. El proyecto aprobado por el Gobierno amplía razonablemente los supuestos de despenalización del aborto. La Iglesia católica es contraria a su despenalización en cualquier supuesto. Nada más lógico, entonces, que el recordatorio de esa doctrina por parte de la Comisión Episcopal para la Defensa de la Vida, creada especialmente para todo lo relacionado con el aborto. Para los obispos, todo aborto es un asesinato, cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes. En una especie de catecismo publicado por esa comisión el año pasado se identificaba el aborto con el genocidio nazi, los campos de exterminio, etcétera. Si los legisladores se atuvieran a ese criterio, una niña de 14 años embarazada tras haber sido violada por un amigo de su padre no podría abortar. No es una truculencia inventada por algún colectivo proabortista, sino un caso real que conmovió a la muy católica República de Irlanda: en febrero. El principio esgrimido por el tribunal que en primera instancia había prohibido la salida de la niña del país para abortar en el extranjero fue el del derecho a la vida del no nacido: el mismo que invocó la Iglesia española para oponerse a los tres supuestos (violación, malformación, peligro para la madre) contemplados en la legislación vigente, y que ahora se quiere ampliar.
La cuestión no está, pues, en la ampliación, sino en el principio mismo de la posibilidad de interrupción de un embarazo no deseado. Los miembros de esa comisión no sólo tienen derecho, sino obligación moral de exponer su punto de vista sobre una cuestión tan grave. Y los poderes públicos, de escuchar con atención tales opiniones, emanadas de una institución con gran autoridad sobre las conciencias de muchos ciudadanos. Sin embargo, carece de sentido cualquier pretensión de que el hecho de representar a una institución religiosa otorgue a su pronunciamiento validez universal. Por una parte, su palabra no basta para zanjar discusiones científicas subyacentes, como la de si cabe considerar persona al embrión desde el momento mismo de la concepción; por otra, el derecho a defender sus convicciones no autoriza a la Iglesia a imponerlas a quienes no las compartan. La tolerancia es. un valor de doble dirección.
Sin necesidad de desbordar el campo de lo opinable, cabe una última consideración: la de que si bien las severas amonestaciones eclesiásticas apenas hacen mella actualmente en los, gobernantes -incluso si, como en este caso, toman el arriesgado camino de la recomendación de voto-, tienen todavía influencia sobre los corazones de muchas personas, precisamente las más indefensas: las menos informadas y con menos medios materiales; personas a las que unos varones que nunca podrán encontrarse en su situación asustan y culpabilizan sin compasión.
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