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Las aventuras de la posmodernidad

Todo empezó en los años setenta con las críticas que Charles Jencks le formuló al lenguaje abstracto de los arquitectos modernos, a su estilo padronizado, despersonalizado, frío, que construía cajas de vidrio iguales en una soleada ciudad caribeña tanto como en una oscura de Europa del Norte. Sobre los años ochenta la reacción pasó de la crítica a los hechos: la arquitectura salió a reconquistar el público, a tratar de construir casas que no fueran la gloria del arquitecto sino la alegría de la dueña de la casa; en una palabra, a atender el particularismo y aceptar la necesidad de ciertos ornamentos, incompatibles con los ángulos rectos y los espacios despojados de Mies van der Rohe o Le Corbousier. Aquello comenzó a verse también en grandes edificios civiles: cúpulas, volutas, capitales, suaves colores pastel, ofrecieron shopping-centers o torres-oficina con un aspecto más humano, menos glacial, aun cuando las escaleras mecánicas y los instrumentos de la modernidad les mantenían su funcionalidad. Así llegamos al llamado posmodernismo.La arquitectura se humanizó pero también cayó con facilidad en un peligro: el kitsch, o sea, ese anárquico mal gusto resultado de caprichosas preferencias individuales que termina en castillitos tipo película de Walt Disney o cursis decoraciones soñadas por señoras maduras en medio de suspiros nostálgicos por Marilyn Monroe.

Esto que ocurrió en la arquitectura comenzó a reproducirse en otros ámbitos de la sociedad. Así nos encontramos un día con la filosofía posestructuralista, con la política posmarxista y la economía posindustrial, que superaba la superproducción racionalizada por el predominio del conocimiento y las actividades de servicio.

La crisis del marxismo inauguró el tiempo llamado del fin de las ideologías. Lo que Vaclav Havel llamó los megamecanismos se desacreditaron, la política se hizo individualista, debilitando al Estado y las estructuras colectivas, fueran ellas sindicatos, cooperativas o aun partidos. Comenzó la política espectáculo, un show electrónico muy parecido a cualquier otro, en que las ideas aparecen sustituidas por emociones e imágenes; los programas importan poco, los razonamientos menos, todo se define en el terreno psicológico de la credibilidad de los conductores, a quienes se traslada o no la confianza según esos resortes emocionales. Paralelamente, la sociedad desarrolla una cultura del yo, dominada por el narcisismo individualista, el apoliticismo, el descompromiso con valores colectivos, la búsqueda de satisfacciones emocionales de tipo intransferiblemente personal. La construcción del hombre nuevo que dominó a las juventudes de los sesenta, con toda su carga de utopía, se transmuta en una experimentación individual de sensaciones: música rock pesada con la violencia del ruido y el humo, ala-delta, droga, el joven de chaqueta de cuero haciendo rugir su motocicleta de alta cilindrada. El fundamentalismo cuestiona a las religiones establecidas; la búsqueda de ganancia llega también al obrero, que ya no sigue a las grandes organizaciones sino solamente al dirigente que negocie bien con su patrono; el ciudadano sin ninguna lealtad partidaria se incorpora a la legión de los independientes o electorados flotantes, que no se interesan del fenómeno público y optan por candidatos en las últimas semanas de cada campaña.

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Al igual que en la arquitectura, liberarse de los corsés obligatorios y las imposiciones coactivas, era la resultancia natural de la saturación de los códigos preestablecidos. El Estado planificador en crisis hacía perder prestigio al Estado todo. Los partidos aspirantes a administrar esa organización en tela de juicio, obviamente no podían ser prestigiosos y por consecuencia sus titulares, los políticos. El rescate de las individualidades después de tanto colectivismo era la prolongación inevitable del fracaso de esos sistemas, fuera en la economía, la política o hasta las artes. De allí que la filosofía liberal se universalice pero cayendo con frecuencia en la trampa de que el individualismo se haga egoísmo; y el liberalismo, que es sustantivamente racionalidad y tolerancia, termine siendo otro dogma, al que se usa como etiqueta para adornar políticas específicas que se aplican con la misma intolerancia rígida de los viejos totalitarios. Aunque parezca insólito, en economía nada se parece tanto como un marxista y un neoliberal: ambos tienen la respuesta para todo; la receta funciona lo mismo en un extremo del mundo que en el otro, cualquiera sea el tiempo; importa más el mecanismo que la gente misma; cualquiera que discrepe con ellos es tratado despectivamente como ignorante o defensor de ciertos intereses más o menos espúreos.

Por estos meandros vamos llegando a una negación misma de la filosofía inspiradora. Así como el marxismo transformó al Estado en Dios, ahora el neoliberalismo lo hace con el mercado. Lo que antes se le pedía a aquél, ahora se le pide a este otro, y el resultado es igualmente nefasto. El Estado disfrazado de comerciante minorista u hotelero terminó en una caricatura costosa e ineficiente, que pagó la colectividad. El mercado extendido al terreno de la salud o la educación está terminando -como ya se ve en los Estados Unidos posreaganeanos- en una máquina de pauperización de los que ya son pobres.

Charlar del hastío de la civilización cómodamente acodados en la mesa de un café de la rive-gauche parisiense es algo bien distinto a pensarlo desde el mundo acuciante de los países subdesarrollados. Aun en el mundo desarrollado, hay quienes dicen, como Häbermas, que la posilustración del posmodernismo es contrailustración y que es disparatado dar por terminado el tiempo de la racionalidad cuando el proyecto moderno está aún inacabado. Con infinita más razón podemos decir que en países como los nuestros, donde la ciencia, la razón y la fe en el progreso aparecen desmentidas todos los días por el atraso industrial o la pobreza, estamos por construir aún el edificio de la modernidad. Nos falta mucho para recorrer todavía. Nuestra ciencia es pobre e importada, nuestra racionalidad pública, desmentida todos los días por la demagogia o el autoritarismo, nuestro progreso, parcial y desparejo. Las bases de la modernidad, que son esas tres, justamente, distan mucho de alcanzar su culminación. Se trata entonces de no comprar tan rápidamente figurines importados, con brillantes tapas de colores, y de seguir fieles a la esencia de los valores liberales de la modernidad iluminista.

Es verdad que nuestro desarrollo desparejo, sea entre países y aun regiones adentro de un mismo país, muestra por un lado la sobrevivencia de formas feudales de organización social y en el otro extremo el remedo de costumbres y modos propios de los suburbios sofisticados de las grandes urbes. De aquí surgen las élites y ello lleva entonces a esa dualidad en la que mientras estamos luchando por superar viejos feudalismos para construir la modernidad, por otro lado se vive el cuestionamiento de ésta en nombre de esa individualidad exaltada que está a la moda. Quizás Brasil sea el ejemplo más cumplido de estas disparidades.

La sociedad latinoamericana aspira a consolidar su democracia mediante sociedades integradas. No es posible imaginar una democracia sólida conviviendo con esas disparidades extraordinarias. Se trata entonces de persistir en el real proyecto modernizador. En una mística del progreso, asentada en la racionalidad del manejo público y la equidad de la distribución social. Ya se aprendió la lección de que ésta no es posible en medio del desbarajuste económico producido por querer distribuir la riqueza aún no creada. Se trata entonces de no caer en el extremo contrario de buscar el crecimiento aun a costa de cualquier consecuencia social. Redefinir los roles del Estado no es abandonar al Estado; una vez logrado, también los partidos podrán volver a ser lo que fueron y el ciudadano reasumir una identificación que hoy perdió, solo y extraviado en un mundo desconcertante.

ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

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