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Documentos para un poeta asesinado

Por estos días (el 19 es la fecha oficial, pero podría serlo también el 18) se ha cumplido otro aniversario, el 56º, del asesinato de Federico García Lorca. Pocas efemérides han tenido durante estos últimos años el eco de ésta, aunque después del cincúentenario de la guerra civil su resonancia haya bajado. Pero aún hace dos veranos EL PAÍS daba a conocer un nuevo testimonio sobre el atroz final del poeta a cargo del doctor Vega Díaz (Muerto cayó Federico, 19 de agosto de 1990). Del trágico episodio poco es ya lo que queda por decir. Lorca fue asesinado por la España más negra, la España inquisitorial que él había tratado de conjurar apenas un par de meses antes en su última obra, La casa de Bernarda Alba.La democracia ha sido generosa con la figura del poeta, como era, por otra parte, su deber, aun cuando no estaría de más que el Ministerio de Cultura pensara en la posibilidad de crear un teatro García Lorca dedicado a la representación permanente de sus piezas dramáticas, las más difundidas en todo el mundo de un autor de lengua española, y eso desde hace más de 50 años. Quedan otras cosas, por hacer. Pues si del asesinato en sí poco es lo que puede ya decirse, a excepción de pequeños detalles (péqueños, aunque seguramente terribles), lo que sí cabe pedir a estas alturas es la publicación de los documentos oficiales que existan -sobre el asunto.

El Estado franquista guardó silencio al respecto. Decisión coherente: sabía que el asesinato del poeta había sido una decisión oficial, adoptada por la máxima autoridad de la zona y congruente con la de eliminar o aherrojar a cuantos no comulgaran con el nuevo estado de cosas. En este sentido, la muerte de Lorca fue algo normal. Quien abrigue dudas lea las espantosas relaciones de fusilamientos en Granada y en Víznar, donde cayó el escritor, publicadas por Gibson y por Molina Fajardo. Naturalmente, el régimen fue muy pronto consciente de la metedura de pata que el crimen significaba, dada la personalidad del poeta, famoso en España (del Romancero gitano se habían publicado siete ediciones), popular en América Latina, ya traducido al francés y no desconocido en Estados Unidos, donde en 1935, en Nueva York, se había representado una versión inglesa de Bodas de sangre. La difusión internacional de Lorca, que había comenzado antes de su asesinato, podía ser, y de hecho lo fue, un arma temible en manos de los enemigos del movimiento militar.

El silencio fue, sin embargo, la respuesta política de una lógica implacable, consecuente, aun cuando algunos plumíferos al servicio de la dictadura solicitaran tímidamente que se hiciera algo. Franco se limitó a declarar a un periódico argentino, en plena contienda incivil, que el poeta "murió mezclado con los revoltosos", calificando su pérdida de lamentable, pero considerándola un accidente de guerra. No hubo más. Durante los 36 años de dictadura, nadie consiguió la mejor declaración oficial sobre los hechos. El principal, pero no único, responsable de la detención de Lorca vivió cómodamente en España hasta la muerte de Franco; luego se marchó al extranjero, donde moriría.

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La versión oficiosa que se sostuvo durante todo ese tiempo, a veces por plumas ilustres, repetía, con obscenas variantes (así las mutuas incriminaciones de falangístas y cedistas), lo declarado por el dictador. Eso sí, no faltaron de vez en cuando las insidias, corno la que se auspició en 1956 desde una revista pagada con dinero del Estado, cuando se trató de dar pábulo al penoso libro de Jean-Louis Schoriberg, que había presentado la muerte del poeta como un ajuste de cuentas entre homosexuales, lo que motivó una carta ejemplar de Dionisio Ridruejo al señor Arias Salgado, ministro entonces de Información y Turismo, donde denunció el intento de infamar la figura de la víctima para hacer más disculpable el crimen.

En 1964 y 1965 se solicitaron lo s primeros informes al Gobierno Civil de Granada, seguramente a instancias de la hispanista francesa Marcelle Auclair, que preparaba su magnífica biografía del poeta según señaló el periodista granadino Eduardo Molina Fajardo en su libro sobre la cuestión, publicado, póstumamente, en 1983. Su conocimiento de los medios oficiales permitió a Moliña acopiar abundante documentación sobre el asunto e indicar la existencia de un informe elaborado, al parecer, entonces por la comisaría de policía de Granada, que venía a coincidir con el Expediente de responsabilidades políticas seguido contra García Lorca en 1940, trámite lamentable, pero, según Molina, indispensable para que los derechos de autor de Lorca pasaran en España a manos de sus legítimos herederos; aunque, la verdad, tal necesidad se antoja especialmente siniestra: no bastaba, por lo visto, con el asesinato.

El Expediente, que Molina publicó extractado, no tiene desperdicio. En él se acusa a Lorca de masón; un párroco de Granada dice que no le consta la residencia del poeta en su feligresía; el alcalde afirma que el escritor nunca fue vecino de la ciudad; la Dirección General de Seguridad lo califica de comunista; Falange Española Tradicionalista lo considera izquierdista, laico y de vida dudosa; un amigo de adolescencia lo reputa como elemento muy adicto al Frente Popular y afiliado a Los Amigos de Rusia; Falange Española de Madrid ratifica esta opinión, etcétera. ¿Para qué más? Con semejante consideración entre los sublevados, hubiera sido un milagro la salvación del poeta en Granada ese mes de agosto del 36. Nada, pues, de accidente de guerra. El expediente fue sobreseído provisionalmente -atención al matiz- en 1946.

Otras fuentes han indicado la existencia de documentos en el Ministerio de la Gobernación. Resulta improbable que en los archivos oficiales se haya perdido toda pista al respecto (Molina Fajardo cita un documento de ese ministerio), pese al nulo interés que hubo durante años en el esclarecimiento de los hechos. Es sintomático que Molina, cuyo libro bienintencionado pretendió ser exculpatorio (patéticamente) para el falangismo, pudiera manejar una documentación que estuvo- vedada a otros investigadores bastante menos cercanos al régimen. Pero la Administración democrática está obligada a dar las máximas facilidades para que todos esos documentos, debidamente evaluados (los habrá seguramente amañados o falsos), puedan ver la luz. El silencio culpable del Estado franquista debe terminar a todos los efectos.

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