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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Días de lujo y rosas

La coreógrafa valona Ann Teresa de Keersmaeker (Mechalen, Bélgica, 1960) está encumbrada dentro del panorama europeo de la danza contemporánea. Es muy famosa y se la considera un gran talento. Durante un tiempo, esta repentina ascensión se le subió a la cabeza, e imitaba hasta en el vestir a Pina Bausch.Ahora se ha serenado un poco, aunque en sus trabajos recientes se nota que es ambiciosa y no escatima medios para presumir de recursos, con esa prepotencia de los triunfadores de hoy. Keersmaeker es un producto actual, como la remodelación del teatro de la Moneda de Bruselas, que no por efectiva deja de ser discutible. En lo coreográfico, el dinero no hace al monje.

La pieza mozartiana que ha creado ahora es todo lujo. Se baila sobre un parqué de maderas preciosas (limonero, sicomoro, caoba) con una orquesta maravillosa al fondo y a ratos con tres voces de alta calidad que terminan siendo las verdaderas heroínas de la velada. La coreografía, cuando existe, tiene bellas frases aisladas, casi siempre en las partes solistas. El vestuario, muy hermoso e inteligente en su dibujo, está confeccionado con auténticas sedas brocadas.

Rosas y el Théâtre Royal de la Monnaie

Mozart / Concert Arias. Un moto di gioia. Coreografia: Ann Teresa de Keersmacker; puesta en escena: JeanLuc Ducourt; escenografia: Herman Sorfeloos; vestuario: Rudi Sabounghi y Maryse Puyau. Con la Orquesta de los Campos Elíseos. Director musical: Phílippe Herreweghe. Cantantes: Charlotte Margiono, Isolde Siebert y Janet Williams. Teatro Central-Hispano, Sevilla, 20 de agosto.

Lo malo es que no hay una relación clara entre lo que se oye y lo que se ve. El material simula una ilustración literal de los ritmos donde escasea la cortesía de la joven belga con el genio de Salzburgo. Un humor pedantuelo sobrevuela las arias y hasta destroza el precario equilibrio de las partes, pues también falta conexión, dramaturgia, entre ese ramillete de maravillosos fragmentos musicales. A los 15 minutos de movimiento coral y caídas violentas contra el entarimado versallesco, ya está todo dicho y hecho. El aparato escénico se agota en su propia intensidad, un erre que erre que parece tratar, argumentalmente, sobre ciertas confesiones de alcoba y camisón, licencias del marqués de Sade sobre el dolor sáfico y la exaltación de la postura del perro como el mejor colofón del pas de deux. Es precisamente la escena de los fantasmas eróticos la mejor estructurada, con esa pantera ciega en tonelette dieciochesco bordeando el abismo.

El grupo de bailarines es muy bueno, y cuenta con un brillante madrileño, Eduardo Torroja, que tienen en sus dos solos de mímica y baile de suelo momentos de lucimiento y entrega.

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