Els Joglars y Cristina Hoyos participan en uno de los encuentros más grandes del mundo
Una ciudad puede ser tomada por un festival, o mejor dicho por dos, el oficial y el no oficial, hasta llegar a crear, según los organizadores, el encuentro artístico más grande del mundo: cerca de 1.200 espectáculos, del 16 de agosto al 5 de septiembre, para el medio millón de habitantes de Edimburgo (sin contar los numerosos turistas, ni tampoco los innumerables números en la calle), o lo que es lo mismo, un espectáculo para cada 417 vecinos. Y todos y cada uno de ellos volcándose en el festival. Entre las atracciones oficiales de este año figura el ballet de Cristina Hoyos, recibido con simpatía, y Els Joglars, que han de representar Yo tengo un tío en América.
Otros temas españoles en la programación del festival de Edimburgo son una exposición de esculturas de Miró o la muy bien acogida Fuenteovejuna, de Lope de Vega, ya representada por el Royal National Theatre en la Expo 92 de Sevilla.Aparte de algunas posibilidades obvias como los conciertos de las Filarmónicas de Londres o San Petersburgo, quizá la principal dificultad para el espectador de los festivales de Edimburgo -el festival llamado Internacional y el llamado The Fringe- es precisamente el de seleccionar entre tamaña oferta. Pues. si bien no existe una garantía en la del festival no oficial, al que se accede simplemente previo pago de una cuota (este año, 540 compañías de 23 países), tampoco existe esa garantía en la programación oficial, en ocasiones lastrada por consideraciones no estrictamente artísticas. Algo previsible, por lo demás, en un festival que se ha convertido en la imagen de la muy autonomista Escocia ante el mundo.
Lo que sí es relativamente fácil es conseguir entradas, por lo general entre 1.000 y 3.000 pesetas en el festival oficial. En The Fringe, de precios más variados, las representaciones tienen una media de 60 espectadores.
Pese a todo, sí destacan en la programación oficial lo que los directores del festival llaman temas. Este año los temas son Tchaikovski, un ciclo de música clásica escocesa y la recuperación de los dramaturgos: el escocés C. P. Taylor y Harley Granville Barker, un contemporáneo de George Bernard Shaw, que algunos hagiógrafos consideran superior a éste, aunque este tipo de comparaciones suelen utilizarse en la industria cultural para justificar las recuperaciones. De Granville Barker se han programado siete obras, de las que cuatro sólo leídas; una de las representadas, His majesty, la próxima semana, es estreno mundial. Al parecer, al malditismo de Granville Barker contribuyó la abundancia de personajes y la complejidad de sus escenarios.
Una programación con ciclos puede estar lastrada por diversos actores, pero tiene, sin duda, algunas ventajas. Según el director del festival, Brian McMaster, la de posibilitar el conocimiento de obras menores o simplemente desconocidas. En el ciclo sobre Tchalkovski, por ejemplo, el jueves pasado se pudo escuchar la ópera El oprichnik, que rara vez aparece en ningún programa. Cantada en ruso, se trata de un melodrama cruzado por amores y conspiraciones en el que el papel principal le corresponde al oprichnik, un célebre guardaespaldas de Iván el Terrible. Fue el primer triunfo de Tchalkovski, que obtuvo con él premios y público, pero él mismo terminó poco menos que repudiándola. Otro de los platos fuertes del ciclo Tchaikovski será, el 3 septiembre, la Cantata Moscú, a cargo del coro del festival de Edimburgo, la mezzosoprano Olga Borodina y el barítono Dimitri Kharitonov.
Americanos y japoneses
Si es cierto que este año ha venido menos gente, como dice un taxista que podría enseñar historia, no se nota. Apenas comenzada, de esta 46ª edición del festival no hay aún cifras de visitantes, pero es notoria la presencia de norteamericanos, también entre las compañías del festival The Fringe, y de japoneses (The Fringe viene a ser al festival lo que al teatro Off Broadway y Off Off Broadway son a Broadway en Nueva York).
Se trata de un festival para espectadores con el ánimo joven y abierto, con capacidad de aguante y espíritu aventurero. No existen garantías -de las 419 obras de teatro programadas, 249 son estrenos absolutos-, pero tampoco existe la certeza o la probabilidad del chasco. Las sorpresas de The Fringe son a veces agradables, a juzgar por los comentarios de la prensa británica, alguna vez entusiasta, y de algunos espectadores.
No todo es experimentación, sin embargo. Como en cualquier colegio inglés de señoritas que se disponen a ser presentadas en sociedad, es inevitable la programación de La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, o de seis Macbeths, seis, dos Henry V y tres Cuentos de invierno, de Shakespeare. El todo subrayado, cada noche, por el Edinburgh Military Tattoo, una suerte de parada militar llena de luz, sonido, gaitas y kilts que atrae cada noche de agosto a cientos de espectadores.
En el festival, que comenzó siendo de esmoquin y traje de noche, participan 8.500 artistas, a los que se suman las improvisaciones callejeras en la más amplia diversidad de colores y sonidos.
Recuperaciones peligrosas
The Ballachulish beat (El sonido Ballachulish), de Cecil Phllip Taylor, dramaturgo escocés fallecido en 1981, es una prueba excelente de lo que se puede obtener en el laboratorio de un festival cuando en el alambique de la programación se han metido otras sustancias que no sean estrictos criterios artísticos: se puede obtener un gruñido de desagüe, seguido de un pequeño petardazo amanerado y de una humareda escasa, blanca y ni siquiera fétida.El símil no es arbitrario. Con petardazo amanerado y humareda escasa se llega al intermedio de The Ballachulish beat, una suerte de gruñido de desagüe con el que C. P. Taylor meditó sobre, o mejor dicho, contra la propiedad privada, el colonialismo, la guerra, la mentalidad de beneficios, la fabricación de armas y la televisión -la lista es suya-, en una de las 70 obras que escribió.
Esas 70 obras son presentadas por el festival como "uno de los más sostenidos esfuerzos de la escritura dramática británica en este siglo".
Es probable que así sea, pero la prensa británica no se ha vestido de buenos sentimientos a la hora de comentar una obra en la que un empresario vestido con signos de libras esterlinas seduce al intermediario comunista (hoz y martillo en la espalda) que representa a un grupo musical -lo mejor de la obra, pese al empeño de asustar al espectador mediante compulsivos ataques del batería-, bajo la mirada de una suerte de monstruo informático con enormes labios y el insufrible parloteo de una secretaria puntiaguda (no es metáfora) y aflautada, que finge tomar notas. El grupo se revela con música contra la corrupción.
El público, compuesto por impasibles escoceses que han pagado 2.000 pesetas y que, estupefacto, dormita hasta la siguiente broma del batería, aplaude educadamente la obra del autor recuperado. La prensa ha sido más benévola con las otras obras de Taylor representadas con anterioridad en el festival.
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