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Los peligros de la democracia

Sabemos que la democracia, tal y como hoy la vivimos y en el entorno mediático-financiero que le es propio, llevará al poder, aquí o allá, hoy o mañana, a hombres y mujeres cuya principal cualidad no será precisamente la excelencia, sino la mediocridad. El hombre de la calle, l'uomo qualunque, the man of the street, son llamados a ser emperadores de un mundo en el que cada elector termina por imaginar que el paisaje mental de un presidente debe de ser similar al de un ciudadano corriente.Estamos lejos de aquello que constituía la ambición de las democracias nacientes: que la elección de todos distinguiera al mejor de todos. No existe país en el que un Alexis de Tocqueville no haya contado cómo, hombre honesto ejemplar, se le pidió ser candidato a causa únicamente de su inteligencia, su distinción, su discreción y su sentido de la responsabilidad. Ahora se trata de otra cosa: necesitamos hombres capaces de pagar una campaña y de Financiar el trabajo de unos equipos de sabios a los que se les fija una misión; y en cuanto a programa, escribir el "manifiesto de las charlas de café", el de las ideas recibidas.

Imaginemos un cartel de hombres de negocios decididos a llevar al poder a un fantoche al que poder después manipular. Constituirían un brain trust al que pedirían que estableciera el retrato robot de Don Comodín: su altura, su voz, la manera de vestirse, el vocabulario que usa diariamente, sus mitos, sus entusiasmos, su gusto por lo cotidiano, su vida tranquila al abrigo de miradas ajenas, sus sueños limitados, su obsesión por el mañana inmediato. Y también su fidelidad a la familia, su gusto por el trabajo bien hecho, su amor a la bandera, su limitado horizonte y su ignorancia del mundo, su lectura del periódico local, las horas que pasa ante el televisor viendo partidos, concursos e interminables culebrones, sus vedettes preferidas, las que ocupan sus sueños. Imaginemos, pues, a ese brain trust dibujando una silueta de hombre sencillo que habla como todo el mundo. Y como programa, un rosario de frases hechas que respondan a las preguntas que se hacen las amas de casa frente al televisor y los trabajadores hundidos en su sillón tras una jornada de trabajo.

Armado con este retrato robot y este programa engañabobos, el cartel se dirige a un cazacerebros y le encarga que busque al hombre más conforme con estas características. Encontrará cientos, miles. E irá un poco más lejos en la búsqueda hasta descubrir al que tenga mayor capacidad de decir con máxima elocuencia lo menos posible. Al fin lo encontrará, un hombre al que nadie se vuelve a mirar en la calle, aquel al que se va a confiar la tarea de magnificar su insignificancia en los palacios del poder, y que dará a cada ciudadano la sensación de ser un poco él mismo.

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Después del brain-trust-programa-comodín, del brain-trust-silueta y del cazador de cerebros, viene el equipo de vendedores y los relaciones públicas. Montan una campaña ejemplar: primero crean la necesidad de un Don Cualquiera. Destruyen al hombre que está en el poder porque no se ocupa nada más que de asuntos internacionales o medioambientales, porque ¡piensa ya en el mañana cuando el hoy es tan penoso ... ! Pronto el elector, influenciado por unos medios de comunicación cuyo tiempo de emisión ha sido comprado, no sueña nada más que con Don Nadie, nadie a fuerza de ser la viva imagen de todo el mundo. Y los publicitarios juegan al escondite: ¿funcionará?, ¿no funcionará? Es necesario que sea dubitativo e indeciso... como todo el mundo. Pronto se convertirá en una necesidad y nadie podrá pasar sin él.

Si la cosa tiene éxito, y algún día lo tendrá, este hombre llegará al poder para hacer Dios sabe qué, aquello que Montherlant condenó a muerte por su mediocridad. Y si la aventura se salda con un fracaso, el vencedor, elegido a pesar de sus diferencias, será considerado como un ser mediocre, populista, sin la ambición colectiva de superación. Y acabará alabando las verdades inmediatas.

Este escenario, cuyo actor principal es el cartel del dinero y cuyo héroe es Don Cualquiera, no resulta inverosímil. Se puede montar. Sin escenario maquiavélico, todo lleva a la democracia hacia la mediocridad. Cuando la radio y la televisión forman la opinión que elige a los presidentes; cuando la moda del día quiere que los periodistas den a las personas que entrevistan un tiempo de emisión que excluye los razonamientos en beneficio de las fórmulas prefabricadas; cuando la medición de audiencia, base de los recursos publicitarios, es el único criterio para la elección de las emisiones; cuando un hombre o mujer se sale de lo cotidiano para hablar del futuro, de las categorías para hablar de lo general, de lo local para hablar de lo universal, de hechos y sentimientos para hablar de las ideas que mueven el mundo, son tachados de ridículos soñadores. Las modas tienen el peligro de fabricar artificialmente líderes de opinión. Equivocadamente, porque cada hombre, cada mujer, lleva en sí una exigencia que lo cotidiano asfixia, y que sueñan superar. Ésa es la función de la democracia: una cierta manera de dar sentido a las cosas haciendo a cada hombre responsable más allá de los estrechos límites de su horizonte cotidiano.

es director del Instituto del Mundo Árabe de París.

Traducción: M. Teresa Vallejo.

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