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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La herencia en puntas

Tantas noticias reveladoras aparecen todavía sobre Giselle, que la verdadera historia de este clásico del romanticismo no se acabará de escribir jamás. Tan es así, que cada vez que se ve una nueva producción, las dudas vuelven a surgir por doquier: ¿Qué hay de original en lo que se ve hoy día? ¿Dónde acaban y terminan los aportes de Petipa? ¿Qué pasa con el estilo, cada vez más diluido en esa corriente internacional de tabla rasa donde todo se baila igual?El papel de la compañía de San Petersburgo en la conservación de esta pieza ha sido fundamental. Fueron sus depositarios, y la enriquecieron con una tradición coreógrafica e interpretativa que va de Andreyánova y Pav1ova a Nijinski. Por otra parte, quien quiera saber algo en cuanto a lo coreológico, debe ir a los archivos rusos. Allí reposan a disposición del curioso los diarios y anotaciones coreográficas de Titus, Petipa, Saint Leon y tantas otras celebridades que han tocado Giselle.

Ballet W Teatro Kirov

Giselle. Coreografía: J. Coralli, J. Perrot y M. Petipa. Música: A. Adam. Cuartel del Conde Duque, Madrid. 8 de agosto.

En los últimos años, Madrid ha visto las mejores producciones de Giselle del mundo: la de Cuba en 1989 en el Teatro de La Zarzuela con una inolvidable Ofelia González; la del American Ballet Theatre en el otoño del 90 con una pulidísima Cynthia Harvey y ahora la del Kirov. En Sevilla, este mismo año, se pudo ver la Giselle hereje, modernosa y bretona de la ópera de París, de infausta memoria y pronto olvido. Este es el estrecho y selecto grupo de los grandes.

Lo que de verdad brilló en la noche madrileña del Kirov ha sido su cuerpo de baile, pues Jana Ayúpova, como toda Giselle primeriza, por momentos se esfuerza sobre los pasos, provocando un afloramiento de la técnica (en ella tampoco cosa excelsa) que va contra el espíritu de la obra; descuida la sobrelectura del papel, una evanescencia que es su secreto; sus brazos, mal colocados, abiertos en exceso, sin redondez, están unos 50 años por delante del estilo correcto, como su peinado. Alexander Kurkov fue un Albrecht deslabazado y en clave sobreactuada que tampoco pudo con sus díficiles variaciones.

Todo el primer acto discurrió líquidamente, pero sin pálpito. El paso a dos de los vendimiadores, agregado que data de antiguo, en esta versión aparece coreografiado con elocuencia académica pura, y eso lo desliga de la acción y de la atmósfera general. La variación de Giselle, piedra de tropiezo de tantas grandes artistas, fue insalvable pedruzco para Ayúpova. Este fragmento, cuya música es de un joven Mimkus y no de Adam, se coreografió unas horas antes del estreno de 1841 por una exigencia de Carlotta Grisi, que entendió que no se lucía lo suficiente. Con aquel detalle de divismo, se lo ha puesto difícil a todas las sucesoras, pues no se trata sólo de los saltos sobre las puntas o las piruetas puras, sino de un sostenido microestilo que debe reunir evidente dulzura y bravura encubierta en sus compases. Se trata de un mensaje de amor en dos minutos, que acaba de dibujar al personaje.

Filas armónicas

El segundo acto reveló la grandeza del conjunto, con sus ensembles y sus filas tan armónicas y ligadas como las melodías de Adam, destacadas por Victor Fedotov, que una vez más dirigió la orquesta con eficacia y aliento.

El cuerpo de baile en esta obra, hoy se sabe ya con certeza aunque se intuía desde siempre, debe a Marius Petipa la mayoría de sus evoluciones sobre las puntas. Como dice acertadamente Sloninsky, las willis están mucho más cercanas al Reino de las Sombras de La Bayadera que al arcano romántico perdido en la noche de los tiempos. Ha sido el proceso lógico de todos los clásicos del ballet, que más que arqueología pura piden para su revitalización adaptación a los nuevos tiempos.

La danza clásica soviética abusó de la actualización (más en Moscú que en Leningrado, hay que decirlo) y parece venir una época buena de revisión de espúreas versiones. Oleg Vinogradov, atento y culto director, se preocupa de ésto en su sentido cultural más amplio.

Resentida por el aire libre y con una inusual ventisca helada, Giselle al menos ha traído un poco de vida a la feligresía del ballet, pero, qué pasará en 1993, cuando ya olvidados los fastos del 92, vuelvan las vacas flacas.

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