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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Marcha atrás

CUATRO MESES después de dar un golpe de Estado contra sí mismo, Alberto Fujimori, primero presidente constitucional y luego dictador dé Perú, ha anunciado la marcha atrás: el próximo mes de noviembre convocará elecciones para una Asamblea Constituyente y querrá demostrar así que en el fondo es un demócrata que sólo infringió la legalidad para salvar a la República. Sorprendente método para salvarla; lo peor es que la deja en peor situación que cuando empezó y, lejos de sacar al país a flote, el golpe sólo ha servido para asolarlo, presa del desastre económico y de una recrudecida ola de terrorismo.La falta de ideología y de programas de gobierno, y el populismo, suelen jugar malas pasadas a quienes acceden al poder sustentados por tan ligeras credenciales. Ha sido el caso de Fujimori. Su trayectoria desde que ganó las elecciones en junio de 1990 es ejemplar: apoyado por un partido, -Cambio 90- que se movía entre el aprismo de derechas y la mentalidad empresarial de éxito, Fujimori ganó los comicios, derrotando al otro candidato, Mario Vargas Llosa, acérrimo defensor de una política económica de corte liberal. Lo hizo prometiendo para Perú el éxito económico del Japón de sus mayores, pero sin sacrificios excesivos. Lo malo es que, en su vertiginoso ascenso electoral, se dejó atrás un programa creíble.

Ni Tokio, que Fujimori visitó en demanda de auxilio inmediatamente después de su toma de posesión, ni los hados ni el lamentable estado en que Alan García había dejado al país aportaron los elementos necesarios para enderezar la situación. Pese a las increíbles garantías que el nuevo presidente había dado ("el país tiene plena seguridad en la continuidad democrática"), debería haberse sospechado de a dónde le llevaba inexorablemente su pragmatismo de rumbo variable. El fujichoque, versión propia del monetarismo tomado de Vargas Llosa, lejos de encarrilar la situación, la empeoró, con el insufrible añadido del hambre y la epidemia de cólera. Ello, a su vez, no hizo sino estimular la actividad de la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso, cuya estrategia es arrastrar al Ejecutivo a la guerra y forzarlo a la asunción de poderes directos de emergencia para así justificar el recrudecimiento de la lucha armada, lo que estimulaba el terrorismo de Estado proveniente de la policía y de las Fuerzas Armadas.

¿Cuánto podía aguantar estas condiciones un presidente desconocedor de las prácticas democráticas y sin una idea clara del futuro? Menos de dos años. El 5 de abril pasado, Fujimori dio su autogolpe, disolvió el Parlamento y asumió todos los poderes. El escándalo y el aislamiento fueron inmediatos. Desde entonces, todo fue de mal en peor hasta la celebración de la II Cumbre Iberoamericana, de la que Fujimori tuvo que estar ausente para evitarse críticas en Madrid y desestabilizaciones en Perú. Ahora, su anuncio de convocatoria de elecciones es la confesión de su fracaso. Perú intenta regresar al camino democrático con los problemas de siempre, pero habiendo demostrado, por enésima vez en la historia, que la dictadura no es receta para la solución de los males de un país.

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