Los Juegos y la guerra
Es difícil que nuestra alegría no se vea empañada a la hora de saludar la apertura de los Juegos Olímpicos, incluso la alegría de aquellos, muy numerosos fuera de Cataluña y de España, a los que les entusiasma ver cómo el más bello de los espectáculos deportivos tiene lugar en Barcelona. ¿Cómo no sufrir con el contraste entre el mundo unido del espectáculo deportivo y las divisiones que tienen lugar en todo el mundo, y en Europa en particular?Los hombres se matan entre sí a algunos centenares de kilómetros de Barcelona, y toda Europa central está sacudida por la huida de dos millones de refugiados. Al mismo tiempo, la paz entre las repúblicas nacidas de la caída de la Unión Soviética es frágil, y, en otra dirección, Argelia, tan cercana a la Europa occidental, está al borde de la guerra civil. En los países hispanoamericanos, tan próximos a España, la alegría causada por la caída de los regímenes militares ya ha sido sustituida por la inquietud que producen la debilidad de las democracias, la fragilidad del régimen venezolano, el autogolpe peruano, las elecciones mexicanas, nuevamente amañadas, y el acelerado debilitamiento del régimen brasileño.
Lo que más nos sorprende es la violencia que ha estallado en el corazón de Europa y que contribuye a debilitar el impulso de la construcción europea. ¿Se debe olvidar por unos días estos dramas y sólo ver proezas deportivas pensando que el, mundo siempre ha conocido la guerra y la violencia y que los grandes certámenes deportivos tienen más importancia y valor en la medida en que representan una voluntad de paz y de unión en un mundo roto por conflictos de todo tipo? Es difícil contentarse hoy con ese razonamiento. Sin querer hacer de los Juegos Olímpicos una tribuna política, lo que agravaría peligrosamente el mal, ¿cómo no desear que los europeos se sientan, durante estos días, más responsables cada vez de la paz en su continente?
La idea de los Juegos Olímpicos siempre ha sido inseparable, durante la antigüedad y a lo largo del último siglo, de la idea de paz, de tregua. Intentemos contribuir aquí a que se forme, en la opinión pública y en la prensa de los países europeos, un gran llamamiento a las Naciones Unidas y a los Gobiernos europeos para que se ponga fin tanto a la guerra entre los pueblos que formaban Yugoslavia como a esa búsqueda de Estados étnicamente puros, una de las peores formas de destrucción del Estado de derecho Y de la democracia.
Y puesto que los europeos aman el espectáculo de los Juegos Olímpicos tanto como el de una Exposición Universal, deben intervenir cada vez más activamente contra la patente degradación de sus sociedades políticas. De la misma forma que los sicilianos y muchos italianos consideran intolerable la impotencia de su república frente al crimen organizado, todos los países de Europa deben considerar intolerable la impotencia de la Comunidad Europea y de las Naciones Unidas ante la guerrra entre etnias que tiene lugar en Bosnia-Herzegovina y ante las amenazas de guerra que siguen presentes en Croacia y que pueden estallar mañana en Kosovo y Macedonia.
Los Juegos Olímpicos sólo son posibles porque hay una autoridad independiente que establece y hace respetar las reglas, porque una ciudad y un Estado se hacen responsables, porque todos los participantes reconocen que la libre competición entre los atletas y la victoria del mejor son principios que no deben ser destruidos por enfrentamientos políticos o regionales. Aportan, por tanto, un mensaje de enorme importancia en nuestra desgarrada Europa: la necesidad de que intervenga una autoridad que impida el retroceso a la época tribal, que organice la coexistencia de las mayorías y de las minorías, que garantice a todos un mínimo de seguridad y de libertad.
Por mucho que las luchas políticas afecten a los Juegos Olímpicos, como hicieron los terroristas durante los Juegos de Múnich, es de esperar que el espíritu de paz y de unión de los Juegos exceda el territorio olímpico de Barcelona y llegue hasta los países y pueblos de la antigua Yugoslavia. Lo cual es menos imposible ayer que hoy" puesto que Milosevie se ve obligado a reconocer que le es imposible construir una gran Serbia que absorba a todos los serbios, incluso allí donde son minoritarios.
Sería muy triste que Europa fuera incapaz de ver, más allá de los Juegos, de sus espectáculos deportivos, el drama de algunas poblaciones europeas y dejara que los países herederos de los regímenes comunistas se hundieran en la violencia o en la crisis económica. Semejante fracaso tendría consecuencias todavía más graves que el rechazo de los acuerdos de Maastricht por parte de tal o cual país.
Quizá España, que vive un año excepcional en el que su peso internacional ha crecido mucho y ha abandonado oficialmente ese peligroso sueño de un Estado étnica y religiosamente homogéneo que fue el sueño del año 1492, podrá desempeñar un papel particularmente activo en el restablecimiento de la paz en Europa central y sobre todo en la expresión pública del rechazo por parte de los europeos de una guerra que hiere a todo el continente mientras mata en Sarajevo y otras ciudades.
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