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El camión

Ángel S. Harguindey

El pelotazo catalán de la apertura de los Juegos dominaba a sus anchas en el recuerdo de los presentes. En Sevilla ya no se podía inventar nada más para que la tecnología y el espectáculo pro vocaran la estupefacción. París se rendía de nuevo ante un navarro hermético. Fue entonces cuando Madrid se convirtió en la capital cultural-mecánica del mundo y alcanzó cuarto de hora de fama del que habló Warhol. Todo gracias a un camión de mudanzas de lento caminar y un halo de solidez que sólo los amantes de la ruta son capaces de reconocer y casi idolatrar. Dado que el interior del vehículo era invisible, lo que realmente cabía admirar era ese homenaje a la "civilización del petróleo" (definición de Ferlosio) que era el DAF. Y ello sin necesidad de señalar que los vehículos motorizados hace tiempo que entraron en la iconografía y el arte del siglo XX. La Policía Municipal había cortado el tráfico por la zona y, de esta forma, continente y contenido alcanzaban la cualificación de jefes de Estado latinoamericanos, justa condición para quien posee un valor económico mayor que el de algunos productos interiores brutos y un valor espiritual curtido en miles de dormitorios o cuartos de estar hasta que llegó la hija con la colección de fotos de James Dean y Gun's and roses.

En la seca plaza de Neptuno el vehículo mecánico encontraba el lugar idóneo para entrar en la historia. La espléndida perspectiva del paseo del Prado, el propio museo con la antológica de Ribera, el hotel Palace con su magnífica chocolatería belga en sus bajos, el Botánico... Baste decir que el cronista tuvo que emplearse a fondo para contener el caudal de metáforas y requiebros líricos que se agolpaban en su mente: el arte del siglo XX sobre ruedas, la perspectiva del mejor Madrid (el del Siglo de las Luces), el fundido encadenado que comienza en Ribera y acaba en Picasso ... Todo un cúmulo de majaderías con las que antaño se ganaban juegos florales por doquier.Blanco respeto

Pero el hoy está a punto de alcanzar la plaza de Atocha. Es tal el respeto que infunde el blanco camión, que enmudecieron hasta las porras y churros de las cervecerías del barrio. Llegaba el tiempo en el que el pueblo llano y sencillo tomaría la antorcha de la veneración ante esos 7,77 por 3,50 metros que definen al arte contemporáneo y que ahora tenían a bien instalarse en un nuevo ámbito para irradiar desde alli su luz cenital sobre la oscura barbarie y el terror.

En algún radiocasete se oía el Love me tender de Elvis mientras Marilyn observaba la historia desde un inmenso cartelón pop. No faltó ningún detalle, salvo, quizá, un selecto comité conjunto de pintores y transportistas para dar la bienvenida a las estrellas de la mañana.

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