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La sucesión en el PSOE

PEDRO DE SILVA CIENFUEGOS-JOVELLANOSCerca ya de la conmemoración de la década de gobierno socialista, el autor defiende la necesidad de plantear la cuestión de la sucesión en el PSOE y sostiene que una duda sobrecoge los ánimos de la militancia socialista: ¿dejará Felipe González la presidencia? Y otra aún más grave: ¿quién le sucederá?

No parece, por ahora, que la efeméride del décimo aniversario vaya a ser aprovechada por la estructura del partido socialista para un examen crítico de los 10 años de hegemonía. La doctrina dominante, al contrario, se reafirma en un juicio sin fisuras: todo se ha hecho bien. En consecuencia, si el camino sólo está empedrado de éxitos, ¿por qué cambiar?Y, sin embargo, el denominado proyecto socialista necesita sucesión, si aspira a seguir siendo útil a la sociedad española. La necesita no porque haya fracasado, sino porque en sus líneas maestras se ha cumplido, y en algunas otras ha mostrado sus insuficiencias. La sucesión necesaria no es en las personas, que pueden ser otras o las mismas (aunque tal cuestión, desde luego, no sea baladí), sino en las políticas, en su acepción más amplia, que incluye programas, prácticas, formas y talante.

¿Hará falta recapitular los éxitos de la gestión socialista en la década? España adquirió la normalidad democrática, hasta el punto de que las preocupaciones sobre la continuidad del sistema mismo han dejado de formar parte de dieta política de los ciudadanos, se sumó al proyecto comunitario europeo en unas condiciones más que decorosas, dejó atrás viejas y patéticas manías en sus alineamientos internacionales, remontó en parte la singularidad de su situación económica y amplió muy significativamente los sistemas de cobertura social.

Las luces predominan sin duda, y ésa es la razón de que, en bien del país, convenga hablar de "la sucesión en el PSOE", y no de "la sucesión del PSOE". Pero ¿no hay acaso sombras, insuficiencias y fracasos?

Comencemos por la estructuración misma del Estado, en su concepción territorial, que es la característica más innovadora, y potencialmente más fértil, de la Constitución de 1978. Tras 10 años de gestión política socialista el sistema aqueja graves deficiencias: ni la distribución competencial es justa (no lo será nunca bajo una concepción de dos escalones), ni el reparto de la financiación autonómica equitativo, ni las relaciones interadministrativas fluidas, ni existen instituciones de representación e integración territorial, ni el Estado central ha adecuado su estructura y su ideario al nuevo sistema. Todas esas carencias o insuficiencias crean graves disfunciones en el orden administrativo, económico-financiero y político, a las que la sociedad se va acostumbrando resignadamente.

Dos nacionalismos

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Todas esas secuelas expresan la ausencia de un modelo autonómico en el ideario de los principales partidos (el plural es obligado en una materia que se ha venido resolviendo por consenso). Los partidos estatales afrontaron el proceso autonómico más como un problema que como un proyecto. En ellos predomina la matriz centralista característica del nacionalismo español (no pocos de sus líderes se lamentan en privado de lo que dice el título VIII de la Constitución).

Por su parte los otros partidos nacionalistas, es decir, los de las llamadas nacionalidades, hacen lo que corresponde a su naturaleza, por lo que la dialéctica en este asunto se produce entre nacionalistas de distinta escala territorial, defensores del centralismo en sus respectivos ámbitos, y de esa dialéctica no puede surgir un Estado de las autonomías razonable para todos. La tradición federal, que debió iluminar, desde el convencimiento y no desde la resignación, el camino del Estado autonómico, parece haberse perdido, pero en política no hay nada irreversible.

En un distinto orden de cosas, el esfuerzo realizado a lo largo de la década en la política de infraestructuras no puede ser menospreciado. Esta es una de las grandes cuestiones (quizá la más importante junto con la cualificación profesional) en el salto adelante que se quiere para el país. Pero, a pesar de los ingentes recursos y de los apreciables resultados, la política en este campo adolece la ausencia de una verdadera planificación.

Hasta la última renovación ministerial no existía coherencia real entre la política de infraestructuras de transporte por carretera y por ferrocarril. Ese dislate ha lastrado el diseño de una estrategia intermodal de comunicaciones, que ha sido sustituida por iniciativas parciales, espasmódicas o erráticas, que no hay que descartar sean del gusto de una política macroeconómica que ve en la ausencia de verdadera planificación de infraestructuras la más cómoda compañía para sus ajustes coyunturales.

La vigorosa inversión en carreteras se ha hecho sin un planteamiento financiero para su mantenimiento, la política portuaria está sin definir y la estrategia en materia ferroviaria aún no existe o está congelada, con incertidumbres totales en cuestiones como el ancho de vía, la red de alta velocidad, las características mínimas del resto de la red y la financiación. El AVE Madrid-Sevílla, una decisión ejemplarmente arbitrista, o la fortísima concentración de inversiones infraestructurales en Barcelona y Sevilla, son las realidades que ocupan esa ausencia de planificación.

¿Se ha acertado en la política económica? Pese a la desdichada coyuntura presente habrá que responder que sí, no sólo por sus resultados globales en la década, sino porque nadie, desde la oposición, ha sido capaz de proponer una política alternativa verosímil. Pero los aciertos generales son compatibles con manifiestas insuficiencias en importantísimas áreas sectoriales, como es el caso de la política industrial.

En un marco riguroso de mercado, hablar de política industrial tiene limitaciones intrínsecas, impuestas por el sistema mismo de libre competencia. Pero hay campos, más allá de las denominadas actuaciones horizontales, donde pudo haber una política, y no la hubo.

No la hubo en relación con las empresas públicas no financieras, un sector muy importante todavía, para bien o para mal, en la estructura industrial de España. La única directriz estratégica fue la del ajuste a la baja del tamaño del sector, con decisiones gravemente erróneas en algunas privatizaciones y reconversiones. La dispersión institucional siguió como estaba y el impulso creador de nuevas actividades fue prácticamente inexistente.

La reconversión del viejo aparato industrial del país justificaba también una política más creadora y globalizada. Las huelgas generales y movilizaciones masivas en todas las regiones de la cornisa cantábrica expresan no sólo la inevitable y larga crisis de los sectores más tradicionales de la industria, sino también la ausencia, la insuficiencia o el retraso de una política territorial diseñada desde el Estado para reactivar económicamente esas zonas, con visión de conjunto y con una potencia que, pese a sus esfuerzos, no está al alcance de los Gobiernos autonómicos.

Tampoco merece un juicio favorable la política de incentivos regionales, tan importante para la regeneración económica como para el equilibrio territorial. Se cosecharon éxitos que sirven a ambos objetivos, pero, en general, fue ésta una política lastrada por la desconfianza y la cicatería. Es incomprensible la escasez de recursos asignados a una actividad promotora en la que la subvención se recupera por el erario del Estado en menos de cinco años a través del impuesto sobre los beneficios de las sociedades de nueva creación.

En la actual coyuntura de preocupación por la situación económica se culpa del deterioro en la tasa de crecimiento y en los niveles de empleo al crecimiento de los salarios, y éste a la ausencia de concertación. Este es un juicio correcto, aunque parcial, pero que hace gravitar sobre el Gobierno un porcentaje significativo de responsabilidad (el restante corresponde a los sindicatos y la patronal). Lo cierto es que los periodos de recomposición de los equilibrios o de crecimiento acelerado de la economía han venido estando precedidos de acuerdos con los sindicatos, que han permitido beneficiarse de los efectos de la favorable coyuntura internacional.

¿Ha hecho el Gobierno todo lo posible para favorecer los acuerdos? Probablemente no. Las centrales mayoritarias tal vez estén todavía lejos de la puesta al día en la cultura sindical que los tiempos y la evolución del país aconsejan, pero el Gobierno no parece haber comprendido que negociar verdaderamente no consiste en invitar a que los interlocutores maticen o retoquen una política sustancialmente inamovible, ni tampoco la importancia de las actitudes, los gestos y el talante (palabra que, por cierto, tiene la misma etimología que talento).

¿Hay razones, incluso, para pensar que ciertos sectores de la Administración puedan considerar intrínsecamente inconveniente una política de acuerdos con los sindicatos? ¿Las hay para sospechar que tal vez no falte quien, dentro de las filas nominales del socialismo, entienda que la quiebra del poder sindical es una pieza importante del proceso de modernización de nuestra economía? Es muy cierto que la irresponsable contribución de los sindicatos al deterioro de los servicios públicos y el normal funcionamiento de las grandes ciudades promueve legítimas actitudes antisindicales, pero, no obstante, la regresión del movimiento obrero organizado nunca podrá ser para la socialdemocracia un factor de progreso. La política de concertación lleva demasiados años siendo un fracaso, y el Gobierno no puede rehuir su parte de responsabilidad.

Concertación fracasada

Terminemos por lo que quizá debería haber sido el principio. ¿Está funcionando bien la democracia española? Nadie puede discutir que, como se dijo al principio, estamos por primera vez en la historia de España ante un sistema de libertades asentado, incorporado al modelo de convivencia de los ciudadanos, pero formulemos algunas cuestiones: ¿tienen sede en sus instituciones representativas las dialécticas más vivas de la sociedad?, ¿ha logrado evitar el predominio de los corporativismos políticos que caracteriza a las democracias más añejas?, ¿funciona el juego de equilibrios institucionales indispensable para el modelo de controles recíprocos en que consiste un sistema democrático? La opinión de un sector cada vez más amplio de ciudadanos es que la preeminencia absoluta de los partidos (fundamentales para la democracia, pero no tanto como las propias instituciones de ésta) restringe y mediatiza el sistema de equilibrios, convirtiendo a algunas instituciones en simples foros de teatralización de las decisiones, y la escasa militancia y la concentración de poder en las cúpulas de aquéllos desnaturaliza su función mediadora.

La sucesión en el partido socialista bien pudiera plantearse, más allá de las especulaciones sobre las personas (ridículamente circunscritas en última instancia a la interpretación de los gestos y palabras que nos pongan en la pista de la secreta voluntad del líder), a partir de un ejercicio de autocrítica en materias como las sugeridas, de las que pudiera surgir un conjunto de inflexiones o de cambios, con potencia bastante para proponer un horizonte renovador a la sociedad española, y también constituir una aportación positiva y creadora a la construcción del sistema europeo. La alternativa es la autocomplacencia y el continuismo, que ciertamente pueden aún dar resultado electoral, pero ni serían un buen servicio al país ni harían honor a los grandes cambios y avances producidos, pese a las graves, insuficiencias expresadas, en la primera década de gobierno de los socialistas.

pertenece al Comité Federal del PSOE.

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