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La selectividad traumatizante

La selectividad es el rito de iniciación de nuestro tiempo. Un rito, como todos, para unos cuantos. Los pocos privilegiados que han conseguido vencer la serie de controles con que nuestros sistemas de enseñanza distinguen a los más aptos. No son ni los más listos ni los más inteligentes. Son -por este orden- los que han tenido la suerte de nacer donde han nacido, los menos vagos y los realmente mejor dotados para el estudio. Cada año, por estas fechas, renace la discusión sobre lo mismo: dos grandes problemas para los que, al parecer, no hay solución convincente o viable. Primero, las pruebas de selectividad deberían ser otras, más específicas, menos agobiantes, más inteligentes o más indicativas de lo que debe saber el alumno. Las propuestas que se sugieren no cuestionan la selectividad misma, sino su contenido, la forma de llevarla a cabo. Pero es peor aún el segundo problema, el que deriva de la constatación indiscutible y cierta de que la selectividad no sirve realmente para probar la aptitud del alumno, sino para permitirle o no su acceso a la carrera que prefiere. Pocos son los que suspenden la selectividad: la verdadera criba se hizo antes, en BUP y COU. Lo que la selectividad hace es clasificar a los alumnos, decirles "tú sí y tú no": tú puedes ser médico, ingeniero, economista o lo que. quieras; tú, en cambio, sólo llegarás a filósofo, geógrafo o biólogo. Así, el rito de iniciación no es sólo el símbolo de una madurez lograda, sino que establece diferencias. Unos podrán estudiar lo que deseen; los otros tendrán que contentarse con estudiar lo que les dejen, a saber, lo que casi nadie quiere estudiar.Las reacciones a este segundo problema son de conmiseración absoluta para con los estudiantes damnificados. ¡Pobrecitos, qué terrible frustración! ¡Desde tan jóvenes ven ya su vocación truncada! Y los futuros universitarios, desorientados e insatisfechos, repiten sin pensarlo dos veces lo que oyen a sus mayores, se angustian y desesperan ante la amenaza de no poder ser veterinarios o jueces. Los periódicos, no hay que decirlo, les van a la zaga, lamentándose y protestando por la inhibición de la Administración ante la penuria de plazas allí donde parecen ser más necesarias. Si no hay sitio, si no existe el lugar adecuado para cada uno, que se cree. Al fin y al cabo, los jóvenes no se equivocan, hoy son muy pragmáticos y eligen las profesiones de mayor demanda laboral: quieren ser periodistas, intérpretes, economistas, ingenieros de telecomunicaciones. ¿Por qué no permitirles que lo sean?

Mi tesis es que tales críticas son más bien abstracciones propias de los habitantes de un olimpo platónico que reflexiones con un sentido claro de la realidad en que vivimos. Por tres razones básicas. En primer lugar, una rápida mirada a. varios países con universidades sólidas y de prestigio nos indica no sólo que la selectividad existe en todas partes, sino que esa selectividad no es luego patente de corso para hacer lo que uno quiera y donde quiera. La maturità italiana, el abitur alemán, los a level ingleses o el bac francés son exámenes mucho más agobiantes y duros que nuestra descafeinada y artificiosa selectividad. Exámenes de la categoría del antiguo "examen de estado", o de la "reválida", que fueron quedando aparcados en las cunetas de las sucesivas reformas del sistema educativo. Pasadas tales pruebas, ningún estudiante tiene garantías de poder estudiar donde le plazca. No sólo encuentran limitaciones de carrera, sino de universidad. ¿O es que cualquiera puede ir a estudiar a Oxford? En este mundo de pocos y malgastados recursos, todo es escaso, y es inevitable tener que repartir. Por eso tiene que haber una justicia distributiva. La forma de aplicarla -no digo que lo estemos haciendo correctamente- no es cerrando los ojos a la escasez y procurando que todos disfruten de un pedazo del pastel que han elegido, sino dando pastel a quien lo merece. Porque, sin duda, el pastel será de mayor calidad. El problema no está, entonces, en multiplicar las aulas para que todos quepan en ellas, sino en afinar los criterios de merecimiento para que el reparto sea más justo y consigan lo que quieren quienes realmente van a saber aprovecharlo.

La segunda razón para rectificar nuestros planteamientos es que tenemos más universitarios de los que necesitamos. Pocas son las carreras, incluso las más solicitadas, que no registren ningún índice de paro. O -lo que es peor- que no cuenten con licenciados frustrados porque no han podido encontrar el trabajo para el que creían estar preparados. Mil veces se ha dicho que nuestro país necesita muchas más carreras medias, carreras aplicadas, una formación profesional que sin duda satisfaría a buena parte de los estudiantes que van dando tumbos por las aulas universitarias. En lugar de pedir maquillajes superficiales para la selectividad, cambios que, en definitiva, nada cambiarán; en lugar de crear o pedir que se creen más centros para satisfacer las demandas de hoy que seguramente no coincidirán con las de mañana, lo que sí debería abordar de una vez la Administración es la necesidad de hacer una planificación seria y en profundidad de las carreras que este país y esta sociedad necesitan. Atendiendo no a las modas o preferencias coyunturales y poco realistas, sino a los intereses económicos y culturales, con el ánimo de crear una Universidad a la medida de Europa -ya que es una de las pocas cosas de las que Europa puede presumir-, y evitando servir sólo a intereses corporativos y parciales que nada tienen que ver con lo que debería ser el interés común de la población universitaria. Una planificación más racional, tendente sobre todo a corregir la existencia de esas facultades basura que recogen a los estudiantes que nadie acepta, resolvería más problemas que otras correcciones que no llegan al fondo de la cuestión.

Finalmente, y es el tercer argumento, no nos engañemos ni magnifiquemos las vocaciones de los jóvenes. ¿Puede existir la vocación en un mundo tan vertiginosamente cambiante como el nuestro? Somos nosotros, sus padres y sus profesores, quienes les metemos en la cabeza que hay que estudiar para ser algo determinado. No nos damos cuenta de que el mundo laboral se está transformando día a día, que las profesiones no son lo que eran, y que, en todo caso, lo que el joven aspirante a universitario debería saber escoger no es una carrera precisa, sino más bien un área dentro de la cual cualquier carrera servirá para el abanico de profesiones que vagamente vislumbra. ¿Que no puede estudiar periodismo y tiene que estudiar historia? Pues, si lo hace bien y con aprovechamiento, será, sin ninguna duda, un excelente periodista. ¿Que no puede entrar en economía de la empresa y tiene que hacer filología clásica? El aprendizaje del latín y el griego exigen una gimnasia mental tan considerable como el aprendizaje de las matemáticas. Un buen estudiante de filología clásica -digo un buen estudiante- no tiene por qué ver cerradas diversas opciones de trabajo, incluso como gestor de empresa. Nos equivocamos si seguimos pensando que los estudios concluyen con el título de licenciado. Ahí está el auge de los masters que lo desmiente. La formación continua -dicen los expertos- tendrá que significar, dentro de muy poco, el 50% de la oferta universitaria. A fin de cuentas, uno acaba haciendo con gusto aquello a lo que se entrega plenamente y con ilusión. Es rarísimo que una chica o un chico de 17 años vea con nitidez y total seguridad por dónde quiere que transite su vida. Todos sabemos hasta qué punto un buen profesor influye en la elección de una carrera. Pues bien, ese buen profesor existe en todas las especialidades. Si hay fracaso e insatisfacción es precisamente porque los profesores buenos no abundan, no porque el estudiante sienta que ha perdido algo así como su lugar natural. Sinceramente, creo que somos nosotros quienes proyectamos nuestras frustraciones en ellos.

Victoria Camps es catedrática de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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