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Los acuchilladores

Osborne / Ortega, Ponce, Caballero

Toros de José Luis Osborne, de escaso trapío, inválidos y aborregados, excepto quinto, que tuvo genio.

Ortega Cano: estocada trasera desprendida (oreja); dos pinchazos bajos y bajonazo escandaloso; la presidencia le perdonó un aviso (silencio). Enrique Ponce: media atravesadísima en las proximidades del brazuelo (silencio); pinchazo hondo caído, rueda insistente de peones y tres descabellos; rebasé en minuto y medio el tiempo reglamentario sin que hubiera aviso (aplausos y salida al tercio). Manuel Caballero: estocada corta trasera tendida, rueda de peones y descabello (silencio); estocada (silencio).

Plaza de Pamplona, 11 de julio. Sexta corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".

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Ven los animalistas las cuchilladas que les pegan a los toros en las plazas españolas, y les da un patatús. Nunca jamás en la vida se había matado tan mal como ahora -ni tampoco se había toreado peor, por mucho que se empeñen algunos en afirmar lo contrario-, pero últimamente la llamada suerte del volapié ha alcanzado proporciones catastróficas. Hay toreros que no matan ni bien ni mal, sino que van y acuchillan, sin el menor miramiento. El mandoble que le pegó el cuchillero Ortega Cano al cuarto toro horrorizaría a los espíritus menos sensibles, y el espadazo con que el cuchillero Enrique Ponce desgració al segundo, ese ya fue de juzgado de guardia. Lo ven los animalistas aquellos y, una vez repuestos del patatús, se levantan en armas y nos expulsan de Europa.Un aficionado castizo madrileño suele decir que el vicio del ajonazo se impuso cuando prohibieron vender botellones de gaseosa en las plazas de toros. Según esta curiosa teoría, existe una clara relación de causa a efecto, pues los toreros de entonces -década de los años 50 para atrás; hasta la invención de la gaeosa- le tenían menos miedo al toro que al severo juicio crítico del público cuando cometían la felonía de meter la estocada en los inocentes costados bajeros del toro. No por nada, sino porque ese juicio crítico lo solía manifestar el público emprendiéndola a botellazos con el cuchillero.

Era una barbaridad, desde luego, y debemos felicitarnos porque el público se haya civilizado, mas haría falta que los toreros se civilizaran también. Un torero que mete un bajonazo al estilo de Ortega Cano en el cuarto, no puede ir por ahí presumiendo de artista; con el título de matarife, va servido. Un torero que pega una cuchillada traicionera al estilo de Enrique Ponce en el segundo, debería ser denunciado por delito ecológico.

Ni siquiera les justifica el peligro de los toros, pues los pobrecitos animales que les echaron para lidiar y acuchillar no tenían peligro alguno. No tenían peligro, ni trapío. Ni resuello siquiera podían tener, angelicos míos. Salían los toros con andares cansinos, se pegaban una costalada, aceptaban un puyacito, embestían como corderos. Sólo el quinto sacó geniecillo, y Enrique Ponce adoptó entonces los, aires del Cid Campeador en trance de conquistar el reino de Valencia.

Extrañó que semejante género bovino lo hubieran incluido en la llamada Feria del Toro, aunque no todos fueron los extrañados. La afición conspicua (unos cientos de sufridos ciudadanos perdidos en la inmensidad del estruendo sanferminero) sabe que estas cosas ocurren, y ya está acostumbrada. Si había figuras, tenía que salir el gato; no podía fallar.

¿Y para qué el gato? Para que las figuras lucieran su arte inmarcesible, naturalmente. Pero ni por esas. Salió el gato y no lucieron su arte inmarcesible. Manuel Caballero, que es figura aún en ciernes, parecía el veterano de la terna y toreó de trámite, sin exponer ni un alamar. Ortega Cano toreó fuera de cacho, despegado, con el pico y sin cargar la suerte, por supuesto componiendo posturas, y pues la postura es un valor en alza, le dieron una oreja.

Enrique Ponce, torero de moda, en quien la afición tiene puestas sus complacencias, se dobló finísimo con un inválido y de poco lo deja tetrapléjico, mientras al que debía doblar no lo dobló. Al inválido lo muleteó sin temple y al no inválido le aplicó larga faena, desde luego voluntariosa, aunque reiterativa y abusando de meterse en el costillar.

O sea, que ambas figuras no justificaron, en ningún momento, su gran cartel. Se quitan las cuchilladas -en cuyo arte han alcanzado la cumbre- y parecían dos del montón. Bueno, les queda otra tarde sanferminera, y entonces ya se verá.

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