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Maastricht: ¿renegociación necesaria?

La ratificación por Irlanda del Tratado de Maastricht vuelve a abrir unas expectativas más alentadoras en relación con el tratado mismo y, en definitiva, con la construcción europea; la gran cuestión sigue siendo, no obstante, que los ciudadanos europeos no sólo ratifiquen en un acto formal algo que conocen sólo parcialmente o que es conocido únicamente por una parte de la población, sino que lo asuman y lo incorporen como un presupuesto de sus decisiones económicas y sociales. ¿Qué causas concretas han jugado en una disminución del optimismo de los ciudadanos europeos hacia la Comunidad? He aquí una pregunta básica que la Comisión Europea debería de responder a través de una amplia encuesta en los países miembros. No basta con decir que el Tratado de Maastricht es poco conocido, como es sabido, porque la situación anterior no lo era más; habría que conocer los motivos de un importante escepticismo que el referéndum danés no ha hecho más que aflorar y popularizar. Se conocen rechazos concretos a aspectos determinados (sindicatos, política social, países semidesarrollados, política regional, etcétera), pero no hay tesís más amplias que expliquen la caída de la euforia en los sectores ilustrados y la indiferencia o el rechazo en buena parte de la ciudadanía. Si hubiese que apelar a una gran causa general sería la pérdida parcial de soberanía de los Estados miembros. Aun así, la afirmación sería muy discutible dado que el tratado ha introducido en relación con el ordenamiento anterior dos correctores del poder central comunitario: los principios de subsidiaridad y codecisión. Según el primero de ellos, la Comunidad (fuera de su competencia exclusiva, que está, evidentemente, tasada) sólo puede actuar cuando los objetivos no pueden ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por tanto, pueden lograrse mejor a nivel comunitario. Se trata de un principio difícil de precisar y que tiene numerosos matices y Planteamientos diversos, incluso por razones territoriales, pero que tiene una potencialidad dialéctica y puede dar un buen juego en las relaciones Estado miembro-instituciones comunitarias. Su desarrollo debería ser una de las grandes tareas de las instituciones comunitarias en los próximos meses. Segundo, el procedimiento de codecisión, que otorga un mayor protagonismo al Parlamento Europeo; se trata de un avance insuficiente por la limitación de materias a que se aplica, pero constituye un primer paso cualitativo de evidente importancia, cuya extensión no está cerrada y que, en definitiva, supone, otorgar poder a una institución plural, extensa y elegida democráticamente, que constituye, en definitiva, una garantía para los ciudadanos ante el temor de una pérdida parcial de soberanía propia. Se abre una brecha contra lo que se ha llamado, excesivamente, la burocracia de Bruselas, olvidando los orígenes y el proceso de formación del poder comunitario y, en consecuencia, su atribución actual.En resumen, podría decirse que ninguna de las ventajas de la Comunidad Europea (empresariales, sociales, territoriales, de consumo, etcétera), en comparación con los planteamientos y Posibilidades nacionales, se ha reducido con el nuevo tratado; si es cierto, en cambio, que han aumentado poco: democratización, regionalización, coordinación de políticas básicas con los Estados miembros, políticas de solidaridad y armonización fiscal, entre otras, han avanzado escasamente. Habría que insistir en las políticas de solidaridad y, principalmente, en la política regional, que por el protagonismo que en ella tienen las administraciones y la financiación pública es la más sensible a una modificación del tratado. Además, porque la política regional no ha conseguido reducir las grandes diferencias, medidas en términos de renta y empleo, entre regiones ricas y pobres, siendo el estancamiento una realidad reconocida por los propios informes comunitarios (el último, el 4º informe sobre la situación socioeconómica de las regiones). El referéndum irlandés tenía el interés añadido de comprobar la reacción de un pueblo y de una opinión críticos con la política regional, tachada de insuficiente en relación con las necesidades (no obstante la importancia de las transferencias en términos absolutos) y de rígida ante las diversas y cambiantes técnicas de aplicación posibles. Una política regional, para ellos, básica. Resultaría aventurado decir que Irlanda tenía más razones para rechazar el tratado que Dinamarca, pero tampoco la proposición inversa podría fácilmente verificarse. El segundo referéndum pone, probablemente, de manifiesto que las razones del rechazo o de la ratificación no están lo suficientemente claras y, sobre todo, que la verificación con las aportaciones del tratado resulta muy difícil.

Si las ventajas del gran mercado y de la unión europea son las mismas de siempre, y Maastricht no puede decirse que haya sido un retroceso, hay que rechazar cualquier renegociación del tratado. Es cierto que ha habido un referéndum negativo y que el entusiasmo sobre la cumbre de Lisboa pareció limitado; pero, ¿qué cuestiones habría que volver a plantearse? La respuesta a esta pregunta es muy difícil y, probablemente, al final volverían a discutirse todos los aspectos que durante muchos meses han ocupado la atención de los Estados miembros y de las conferencias correspondientes. Nada hace pensar que la renegociación sería más fácil que la negociación. Sí creo, en cambio, que habría que avanzar todas las posibilidades que ofrece el mismo tratado, fundamentalmente en el campo de las citadas políticas de solidaridad (social, regional y de investigación) principalmente, y que sólo requiere, como todas estas políticas, una voluntad financiera sincera, y, en segundo lugar, jugando a fondo la capacidad de iniciativa que se ha atribuido al Parlamento en términos de gran amplitud y que puede resultar verdaderamente operativa. Mucho se ha hablado de que la democratización de la Comunidad pasa necesariamente por la atribución de mayor poder al Parlamento. El artículo 138 B) del tratado da un paso menos brillante que la codecisión, pero que puede resultar de importancia. Se trata de una iniciativa de perfiles jurídicos poco nítidos (se habla de solicitar y no de exigir), pero que, políticamente, puede resultar en la medida que juegue el precedente de utilidad estimable.

Con independencia de las dos vías de avance indicadas, bueno sería que las propias instituciones comunitarias y los Estados miembros iniciasen una amplia campaña de información, incorporando todos los elementos de debate que pueda ofrecer la sociedad civil (sindicatos, empresarios, intelectuales, universidades, etcétera). Si todo el pasivo de Maastricht se reduce a que sólo ofrece un avance moderado y gradual, no hay motivo para la espera tensa, preocupada e inactiva de cada referéndum. En la misma línea de poner las cosas en su sitio habría que no imputar a la Comunidad y al tratado ajustes en los Estados miembros, que, de cualquier manera, habría que hacer porque los desequilibrios no pueden ser permanentes. Es evidente que una Comunidad supranacional es siempre un factor de disciplina, pero, inevitablemente, ésta tendría que haberse producido en todos los ámbitos, comenzando por el sector público y siguiendo por los centros de decisión de mayor responsabilidad.

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es eurodiputado y presidente del CDS.

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