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De teólogo progresista a inquisidor vaticano

Juan Arias

No será posible hacer un día el balance del problemático pontificado de Karol Wojtyla sin estudiar a fondo la figura emblemática del cardenal alemán Joseph Ratzinger, hijo de un policía, que ha sido el teólogo en el que el primer Papa polaco de la historia se ha apoyado durante más de 10 años y a quien ha confirmado recientemente, por otros cinco años, al frente del ex Santo Oficio, la Congregación Pontificia de mayor envergadura.Ratzinger es un teólogo sesudo, duro, inflexible, ante quien el literato Wojtyla, un hombre con mucho más carisma que el introvertido teólogo, demuestra una gran reverencia y en cuyas manos ha colocado la ortodoxia católica.

De ahí el que haya acabado cuajando la idea, rechazada por tantos obispos y teólogos sobre todo de la periferia de la Iglesia, de hacer un nuevo catecismo universal tal como la había concebido el cardenal Ratzinger y que era lo más opuesto a la dinámica del Concilio Vaticano II, que había implantado la descentralización en materia de evangelización en aras del nuevo pluralismo y del nuevo diálogo con las culturas.

Y es que Ratzinger había llegado a Roma, en los años del Concilio, como teólogo joven, brillante y progre, de la mano del entonces abierto episcopado alemán. Junto con él figuraba también otro joven teólogo alemán, Hans Kung, y ambos acabarían siendo más tarde catedráticos de Teología.

Pero mientras Kung siguió siempre en la línea abierta del Concilio que había recuperado el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno, Ratzinger acabaría arrepintiéndose de su pecado de juventud, y de progre se convertiría en un polémico crítico del Concilio.

Fue enseguida premiado por Roma obteniendo primero el orden episcopal, después el cardenalato y por fin la presidencia del gran tribunal de la ortodoxia católica, la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Al revés, Kung pagó su fidelidad al Concilio con la pérdida de la cátedra y acabó en el banquillo de los acusados, juzgado en Roma, por el mismo Ratzinger, su antiguo compañero de Concilio, de cátedra y de aventuras teológicas.

Tanto Kung como Ratzinger simbolizan hoy las dos almas de la Iglesia de Roma: la que sigue creyendo en las ideas renovadoras del Vaticano II y la que si pudiera removería aquel Concilio de Juan XXIII y de Pablo VI como algo que sería mejor olvidar para dar paso a la nueva Iglesia sacralizada del pontificado wojtiliano, moderadamente abierto en lo social y de cerrojos en lo doctrinal y moral, y que pretende finalizar el siglo con una llamada a la recatolización del mundo.

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