La obra maestra de Forsythe
Nunca es tarde si el ballet es bueno. Al fin un Forsythe completo en España, y precisamente su obra maestra, concebida en el ecuador de su estilo (1988) y capaz revulsivo de esa danza finisecular que se mueve como un galeón a la deriva. En un magnífico escenario de más de 20 metros de embocadura y 30 de fondo, discurrió un fresco de lo mejor que se puede ver hoy en el mundo creativo de las artes escénicas.Impressing es ballet moderno de verdad, con toda su carga conceptual que le dota de peso estético y valores que no serán olvidados (aunque su creador se niegue a ello y varíe cosas cada vez). Tanto es así, que esta pieza ha generado ya imitaciones más o menos felices (Bigonzetti en Italia con su Túrnpike, Duato en España con Opus piat), lo que no es malo.
Ballet de Francfort
Impressing the czar. Coreografía: William Forsythe. Música: Ludwig van Beethoven, Thom Willems y Eva Crossman Hecht. Sevilla, teatro Central Hispano, día 25 de junio.
La interpretación de Impressing debe ser fragmentaria, como toda su obra hasta hoy, en articulación no modular, sin eje formal, donde la virtualidad se vuelve burla ácida a la simetría y el equilibrio alejandrino que ha perseguido y dominado al ballet desde Noverre.
Es un espectáculo total y atemporal del Renacimiento: un microcosmos elevado a metáfora explicatoria del universo del artista. Así, las referencias plásticas se justifican y mezclan con micro procesadores, chismes inalámbricos y alta tecnología futurista: los lienzos de muro pintados en estilo levemente Piero della Francesca; el suelo en taracea de mármoles; la ropa femenina, entre el bullón y la fascinación de Lanvin; el san Sebastián herido por su propias flechas doradas, ausente en su perfección angélica y perversamente tentador en medio de la fanfarria.
La multiplicidad de argumentos móviles de la primera escena es el anuncio sumario de lo que pasará después. De aquel exultante cúmulo se pasa al severo suprematismo del segundo cuadro, que se convierte en tesina sobre la atomización del código que ha heredado el ballet del siglo XX, en una línea de continuidad técnica (BlasisLepri-Cecchetti), y que el joven William encontró en la obsesión competitiva del virtuosismo neoyorquino de sus años juveniles.
A veces, a tal despliegue de pasos conocidos les falta la terminación correcta de las evoluciones. Ya se sabe que a Forsythe (Nueva York, 1949) esto no le interesa, y quizás ahí esté parte de su instinto provocador, como un niño travieso que mezcla deliberadamente los tebeos con los deberes.
El tercer cuadro es una subasta en la corte de los milagros donde están implicados El Bosco, Bob Wilson, Bertold Brecht y el poema de los locos de Efizabeth Bishop. El cuarto y quinto, unidos en un vertiginoso baile de graduadas donde Merlin las arrastra a todas sin flauta, pues con su flecha las vuelve locas: son 32 bayaderas graciosamente histéricas buscando caerse y sentir la catarsis ritual donde no falta un rap. En la compañía hay enanos y gigantes de varios colores, todos excelentes en lo técnico, pero seres que en ninguna otra agrupación convencional tendrían cabida por su talla. Hasta este extremo, lleva Forsythe su idilio ideológico con el deconstructivismo (en el que fue iniciado por el arquitecto polaco Daniel Libeskind). Su otra fuente ha sido el patriarca de la analítica en la danza, Rudolf von Laban, cuyos presupuestos a partir de los radios de expansión posibles del cuerpo humano en movimiento, junto a los de Libeskind a través de una genial utopía de violencia diagonal continua de los volúmenes, han contribuido a redondear un estilo Forsythe que existe sólo en la medida que puede ser destruido alevosamente en la escena siguiente.
Alta academia
Recientemente, el crítico británico Clement Crisp se quejaba de la superficial y recurrente interpretación que resulta de comparar a William Forsythe con George Balanchine. Efectivamente, nada que ver. El trabajo de Forsythe es académico, de alta academia actual (por mucho que le horrorice). Los grandes coreógrafos decimonónicos (Petipa, Ivanov, Gorski) hacían lo mismo: música de varios autores, y nucleando los hallazgos parciales en una obra larga que evolucionaba a medida que era representada. Si la trascendencia de Forsythe debe ser comparada con alguien del pasado, es con el mismísimo Marius Petipa. Si uno instituyó el ballet puro, el otro se ha encargado, un siglo después, de darle la vuelta a la tortilla, agregando el aderezo de la sociedad posindustrial que le ha tocado vivir.
Babelia
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