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Un juez de paz y otro guerrero

Los protagonistas inmediatos de la historia de la ruta de la muerte son dos jueces; uno de paz y otro, polémico, de instrucción. El de paz es cartero de profesión, ha asistido al levantamiento de decenas de cadáveres y no recibe ningún sueldo. Se hizo juez siguiendo una tradición familiar que comenzó un tío suyo, que le enseñó a distinguir una providencia de una diligencia.

Antes de ser nombrado juez de Iznalloz, hace dos años, fue secretario del juzgado de paz de Dehesas Viejas. Tiene un negocio familiar en Campotéjar y después de repartir las cartas se desplaza al despacho de Iznalloz casi a diario. José Luis Hernández-Carrillo asegura que no pretende el encarcelamiento ni siquiera el castigo de nadie. Se conforma con que se repare la carretera.

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Antonio Gallegos, el juez que ha ordenado el archivo de las investigaciones al considerar que no es posible demostrar ningún delito, es un profesional cuyos compañeros creen impredecible. Nació en un pueblo de la Alpujarra granadina y mientras ejercía como maestro estudió abogacía.Se le tiene por un hombre de mérito, pero de decisiones controvertidas.

Gallegos ha sido el único juez de Granada que ha archivado un sumario por el fraude de las peonadas, el relativo a Moclín. Argumentó que engañar a la Administración en determinadas circunstancias no es punible. El cierre del sumario de Moclín fue recurrido por el fiscal, y la Audiencia le obligó a reabrirlo.

Sus razonamientos jurídicos hacen referencia continua a la Constitución y a la jurisprudencia del Tribunal Supremo -como ocurre en el auto de la ruta de la muerte- y apenas nada a legislación de menor rango. Está afiliado a Jueces para la Democracia.

Hace tres años la policía llevó a su despacho a declarar a un preso sumamente peligroso, esposado y con mucha custodia. El juez, desoyendo las advertencias de los agentes, ordenó que le fuesen retiradas las esposas. Pocos minutos más tarde el individuo saltó por la ventana -un segundo piso-, ganó la calle y escapó.

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