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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una España europea

¿DEBE ESPAÑA celebrar un referéndum para ratificar el Tratado de Maastricht? Algunas voces así lo han propuesto, al calor de la negativa votación celebrada en Dinamarca. Que algunos de los defensores de esta postura sean explícitamente contrarios al espíritu de Maastricht y que otros la propongan como instrumento de desgaste del Gobierno y con diáfano sesgo populista no constituye razón suficiente para dar carpetazo al asunto.Hay que distinguir, antes que nada, entre la obligación y la devoción. La obligación: el Tratado de Maastricht, entre otras medidas democratizadoras -aunque insuficientes-, establece el derecho al sufragio activo y pasivo (ser elector y elegible) de los ciudadanos comunitarios en las elecciones locales del país de su residencia, aunque no sean nacionales del mismo. El Tribunal Constitucional está ultimando un dictamen sobre si esta disposición, contradictoria en parte con el artículo 13 de nuestra Constitución, exige o no la reforma constitucional o basta algún otro mecanismo jurídico de menor calado para salvar el problema. Si la reforma constitucional es obligada, se abre la vía para que un 10% de los diputados exija su refrendo mediante referéndum. En ese caso, prima la obligación, y el debate sobre la convocatoria de un referéndum -no sobre el alcance de sus posibles con tenidos- quedaría jurídicamente cerrado.

La devoción: aunque el dictamen del alto tribunal eluda la reforma constitucional, queda siempre la posibilidad de un referéndum consultivo (artículo 92.1 de la Carta Magna). Y por tanto, queda abierta la discusión sobre su conveniencia o inconveniencia. Es deseable enfocar este problema sin dramatismos ni excesos pasionales. Nadie debe albergar miedo a un instrumento -la consulta directa al pueblo- contemplado en la Carta Magna y cuya utilización no sería inédita en nuestra democracia, pese a que sea significativo que bastantes de quienes lo propugnan se manifiesten contrarios a los avances hacia la unidad europea (notables en lo económico y sólo incipientes en lo político: ciudadanía europea, codecisión del Parlamento de Estrasburgo...) que representa Maastricht. Pero tampoco nadie debiera sacralizar el recurso al referéndum, mecanismo plenamente legal, pero complementario con los instrumentos propios de la democracia representativa.

La pregunta a responder, pues, se formula así: ¿conviene, técnica y políticamente, recurrir a la consulta directa al pueblo mediante referéndum consultivo? Técnicamente, el mecanismo del referéndum re sulta particularmente adecuado para dirimir una radical discrepancia en la opinión pública; cuando la polémica puede reducirse a términos binarios que no exigen matices; y cuando las dos alternativas conducen a resultados, aún siendo opuestos, practicables. El Tratado de Maastricht no parece encajar fácilmente en esos supuestos: no ha suscitado una división profunda en la sociedad española (a diferencia de la danesa); es difícilmente reductible, por su complejidad, a una opción binaria; y, sobre todo, uno de los resultados posibles, el negativo, resulta inmanejable, impracticable y perjudicial.

¿Por qué? Sencillamente, porque el Tratado no es un texto legal autónomo que pueda contemplarse como un todo independiente, como algunos parecen pretender por ignorancia o por interés: revisa el Tratado de Roma y una amplia gama de normas comunitarias y está engarzado con ellas. De modo que una eventual negativa a su ratificación conduciría a una de estas cuatro (nunca dos) hipótesis: primera, volver a la situación anterior a la cumbre de la ciudad holandesa, un escenario de casi imposible imaginación dado que, pese al revés de los daneses, los países líderes de la CE difícilmente coincidirán en esta opción; segunda, excluir a España de la Comunidad, lo que sería una barbaridad; tercera, forzar a un posterior referéndum, hipótesis no descartada en Dinamarca, pero que conllevaría grandes desgarros para la ciudadanía y la opinión pública; cuarta, conseguir un protocolo adicional que incluya una cláusula de adaptación posterior al Tratado, lo que colocaría a nuestro país en posición de debilidad y marginalidad. En conclusión, las cuatro alternativas se resumen en una idea: un paso hacia atrás muy significativo.

Políticamente, la convocatoria de un referéndum supondría una posibilidad más de profundizar en una discusión sobre el futuro europeo de España que, como en otros países, se ha desarrollado en círculos minoritarios: la dificultad del engranaje jurídico y económico de la Comunidad y la complejidad de su lenguaje no eximen a los Gobiernos -tampoco al español- de una labor política explicativa. Política es también pedagogía. La posibilidad de una discusión más profunda, pero no la certeza, dada la impregnación pasional de este tipo de consultas.

A quienes desde el mundo empresarial contemplan con alborozo el resultado de la consulta en Dinamarca desde posturas anarco-conservadoras, no exentas empero de argumentos concretos, convendría recordarles el negativo impacto que ha tenido inmediatamente para España el no de los daneses: descenso de la cotización de la peseta, refuerzo de la hegemonía alemana como mercado-refugio, deterioro de la credibilidad de la política económica española. Estos fenómenos automáticos tienen una explicación sencilla: el mercado identifica a la economía española con la apuesta de integración y cohesión europeas. Y es que los reveses en el proceso de unidad se traducen en reveses para España, y no en el marco de la soflama retórica, sino en el ámbito tangible de los tipos de cambio y los flujos de inversión. Porque una Europa mellada, trastabilleante, inconexa, que dejara a España en un rincón desgajado del mapa, sería una catástrofe para este país. España ya sólo puede ser europea.

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