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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cementerio marino

EL PRIMER aniversario de la exigencia de visado a los ciudadanos magrebíes (marroquíes, argelinos y tunecinos) que viajan a España ha coincidido con una nueva tragedia en las aguas del estrecho de Gibraltar. Lo sucedido no tiene nada de extraño. En los 12 meses transcurridos desde que el Gobierno español, por exigencias comunitarias, decidió poner una nueva barrera burocrática al flujo de emigrantes del norte de África, han sido numerosas las vidas que han quedado truncadas al intentar alcanzar de forma ilegal el litoral español.En esta ocasión, 19 emigrantes marroquíes -cuatro ahogados y 15 desaparecidos cuyos cuerpos no han sido todavía hallados- han sido tragados por el mar al naufragar la patera (endeble embarcación utilizada en estos casos por su facilidad para eludir la vigilancia) en la que intentaban alcanzar desde Tánger las costas españolas. El trágico balance en vidas humanas con el que se ha saldado el primer año de la aplicación de la normativa comunitaria sobre emigración exterior a las fronteras comunes entre España y el Magreb constituye una denuncia tanto contra las restrictivas políticas migratorias vigentes en Europa como contra las condiciones de vida de los países de origen de las víctimas.

Es cierto que la total supresión de barreras es contraria a cualquier política de integración, dada la relación demostrada entre emigración incontrolada y proliferación de guetos de marginación y delincuencia. En este sentido, el proceso abierto en España en el último año para regularizar la situación de los cientos de miles de extranjeros residentes en su territorio ha sido un intento serio, aunque probablemente insuficiente, para conseguir su integración social y laboral. Pero las leyes de imnigración, además de inspirarse en sentimientos humanitarios, deben aplicarse con flexibilidad haciendo oídos sordos a la rampante xenofobia con la que algunos sectores minoritarios reaccionan frente a los emigrantes. De otro lado, el problema concierne también a los Gobiernos de los países de origen de esos emigrantes: si cientos de ellos asumen el riesgo de un destino tan trágico es porque lo juzgan preferible a la situación económica, social y política en la que viven.

En todo caso, si los países de la CE y del Magreb son incapaces de encontrar cauces adecuados al flujo migratorio existente, al menos están obligados a evitar que las aguas del Estrecho se conviertan en cementerio de emigrantes. España y Marruecos, principalmente, no pueden permanecer con los brazos cruzados ante las mafias que comercian con los sueños de quienes quieren mejorar su suerte vendiéndoles papeles falsificados y amontonándolos en frágiles embarcaciones con destino probable al fondo del mar.

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