¿Estamos todos locos o qué?
No hace falta ser un experto conocedor de eso que se llama la psiquis para comprobar un hecho evidente: la salud mental de la gente es cada vez más precaria. Estrés, depresión, ansiedad, fobias, mala leche y demás manías que suelen llevar el copyright propio e intransferible de quien las sufre, están transformando nuestras ciudades en algo así como en una mar de asfalto e incomprensión, donde navegar con el ángulo correcto se hace verdaderamente complicado. Aquí todos vamos escorados. O casi todos. Tenemos una prisa desmedida -el que no tiene prisa es como si no fuera a ningún sitio-; en los atascos, los coches se transforman en peceras habitadas por pirañas encorbatadas dispuestas a lanzar un bocado al primero que se acerque más de la cuenta; el fenómeno de la simpatía parece haberse desvanecido, por lo que mirar a los ojos de un desconocido sígnifica poco menos que retarle a un duelo, y en las noches de los viernes y los sábados se vive el mismo desajuste que entre semana, pero con una copa en la mano. A todo esto hay que añadir la crisis, una palabra que ya ha empezado a cabalgar sobre nuestras neuronas con la chulería de un cuatrero. Esto es un disparate.
Irse al campo podría ser una solución, pero como cada día nos queda más lejos, tal vez tendríamos que intentar plantar una eterna primavera en nuestras cabezas. Si es cierto que la naturaleza de las cosas no cambia en exceso y lo que cambia son nuestras propias percepciones, así a lo mejor todo sería más agradable. ¿Quién nos dice que en los atascos, los conductores no se tirarían margaritas mientras silbaban la canción de los enanos de Blancanieves?
Claro, pero a ver cómo demonios se planta una eterna primavera en nuestras cabezas.-