¿Una Constitución de la Comunidad?
De los debates parlamentarios sobre el Tratado de Maastricht, de los artículos de prensa, de los comentarios de radio y televisión, de los sondeos de opinión, parece desprenderse la idea de que la ratificación es probable en casi todos los países, salvo un accidente local, pero ello no impide que los ciudadanos sigan estando inquietos acerca del futuro de esta nueva etapa de la unión europea. La encuentran muy oscura y bastante poco democrática. Los dos efectos son ciertamente evidentes, y con la ampliación de la Comunidad se corre el riesgo de agravarlos.Algunas iniciativas podrían atenuarlos. La Asamblea Nacional francesa ha inscrito en la Constitución la obligación que tiene el Gobierno de recoger la opinión de los diputados y senadores sobre todos los proyectos de directivas europeas antes de ser sometidos a las instancias de decisión comunitarias. Inspirado en prácticas británicas y danesas, este procedimiento aclararía algo las cosas a los ciudadanos de cada país y reforzaría el control de sus Parlamentos sobre los ministros que les representan en el Consejo que actúa como legislador. Todo ello, evidentemente, con la condición de que los debates y los votos del Consejo fueran, obviamente. públicos.
Por su lado, el Parlamento Europeo ha iniciado simultáneamente dos transformaciones importantes, Una, la reforma de su reglamento con el fin de canalizar la multiplicación de enmiendas que transforman unos textos, muchas veces válidos, en un hervidero de contradicciones informes e inaplicables. Otra, la agrupación de los partidos políticos con el fin de reforzar la bipolaridad que disciplina un tanto el funcionamiento de la Asamblea. El grupo democristiano acaba de absorber sucesivamente a los giscardianos franceses y a los conservadores británicos. El grupo socialista acentúa su cooperación con la Izquierda Unitaria Europea, preludio de una integración hasta ahora imposible por el veto de los socialistas italianos.
Tales reformas son interesantes, pero siguen siendo insuficientes para hacer más transparente y democrática la arquitectura de la Comunidad. Es, pues, necesario y urgente colmar las lagunas de Maastricht. Es imposible esperar hasta 1996, fecha fijada por el tratado, cuando la ampliación de la Comunidad a los Estados miembros de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) -es decir, Suecia, Austria, Finlandia y Suiza, que ya han presentado su candidatura- haga pasar de 12 a 19 el número de Estados miembros; esta ampliación va a desequilibrar algo más unas instituciones concebidas para una Comunidad de seis y ya complicadas en el marco de una Comunidad de 12.
Para restablecer en s u estructura unas proporciones conformes a los principios democráticos, para instaurar una verdadera codecisión legislativa del Parlamento Europeo, para asegurar que sean públicos los debates y, las votaciones del Consejo cuando participa en la elaboración de las leyes, para presentar una visión clara y comprensible de las instituciones comunitarias bajo la forma de una Constitución, es necesario, por encima de todo, modificar el actual ejercicio del poder constituyente. Hoy por hoy, éste pertenece exclusivamente a los Estados mediante el procedimiento de negociaciones diplomáticas. Y era normal que así fuese en la primera fase de la construcción europea, pues correspondía a la situación de unos Estados relativamente independientes que desarrollaban unos lazos de unión entre ellos. Pero no es normal que siga siendo así en una Comunidad que tiene mecanismos de decisión propios.
No ha llegado todavía el momento de trasvasar directamente a la Comunidad los procedimientos democráticos de establecimiento de las Constituciones que los Estados de Occidente aplican desde hace dos siglos. Tal vez incluso no llegue nunca ese momento desde la lógica de un neofederalismo en el que los Estados miembros participan directamente en el poder central a través del Consejo Europeo formado por los jefes de Estado y de Gobierno y el Consejo de Ministros. Pero esta misma lógica impele al Parlamento Europeo a codecidir con el primero en el plano constitucional, de igual manera que ya comienza a hacerlo con el segundo en el plano legislativo. Altiero Spinelli intuyó en 1984 la necesidad de imaginar un procedimiento de este género cuando hizo votar en Estrasburgo, a los primeros diputados europeos elegidos por sufragio universal, un proyecto de tratado en forma de Constitución.
Los Estados no están dispuestos todavía a admitir una codecisión semejante en la cumbre. Pero se dan cuenta de que únicamente una Asamblea parlamentaría podría poner a punto un texto constitucional legible y comprensible por los ciudadanos, cosa imposible con el procedimiento de las negociaciones diplomáticas. Aislado, el Parlamento Europeo no dispone de los medios para imponer semejante participación en reformas de las instituciones que el Consejo Europeo podría a continuación decidir en una última lectura. Los 12 príncipes de la Comunidad siguen el ejemplo de los antiguos monarcas de los Estados: prefieren el procedimiento de la carta otorgada desde arriba a la de las Constituciones votadas por los representantes del pueblo.
¿Podrían permanecer insensibles a la presión de estos últimos si el texto antes mencionado emanara a un tiempo de los elegidos europeos y de los elegidos nacionales? La cuestión ha sido sugerida por el Tratado de Maastricht, en el que una declaración anexa "invita al Parlamento Europeo y a los Parlamentos nacionales a reunirse, siempre que sea necesario, bajo la forma de Conferencia de Parlamentos". La primera Conferencia de Parlamentos de este tipo, reunida en Roma del 27 al 30 de noviembre de 1990, proclamaba en su artículo 12: "Ha llegado el momento de transformar el conjunto de las relaciones entre los Estados miembros según una propuesta de Constitución elaborada por procedimientos que hagan participar al Parlamento Europeo y a los Parlamentos nacionales". ¿Por qué una segunda Conferencia de los Parlamentos de la Comunidad no podría intentar formular algunas sugerencias más precisas sobre los procedimientos de este género?
Es evidente que no tendrían ningún efecto jurídico. Pero sí estarían aureoladas de una importante autoridad moral si realmente emanasen de un acuerdo real entre los diputados europeos y los parlamentarios nacionales sobre un problema que les concierne por igual. A propósito de la ratificación del Tratado de Maastricht, los segundos han tomado conciencia de la importancia del desarrollo de la Comunidad y de sus mecanismos de decisión. Perciben la necesidad de controlar a los Gobiernos respectivos tanto en su actividad comunitaria como en su actividad estatal. Para democratizar un sistema en el que están imbricados tan profundamente el Ejecutivo europeo y los Ejecutivos nacionales hay que intentar por todos los medios una imbricación simétrica a nivel de Parlamentos. ¿Se comprenderá así en Estrasburgo y en las capitales de los Doce?
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