Crispación y selectividad
DENTRO DE poco se celebrarán -una vez más- las pruebas de selectividad universitaria. En esta ocasión son 330.000 alumnos de COU los que tratarán de superarlas. Con igual constancia y proclividad al ritual, el principal partido de la oposición, el Partido Popular (PP), recurre a utilizar como arma política la tensión emocional que viven los centenares de miles de jóvenes en estas fechas. Es probable, ni siquiera totalmente seguro, que lanzar el mensaje en contra de la "actual selectividad" pueda resultar rentable políticamente, sobre todo si se cuenta de antemano con que el adjetivo "actual" se va a perder en el camino. Lo sustantivo es saber si se está en contra del principio mismo de la selectividad, actual o futura, sin más. No se puede disfrazar el mensaje.El discurso permanente de la alternativa del partido conservador a la selectividad "actual" es bien claro: como las universidades son autónomas, ellas deben decidir. Consecuentemente, nada tienen que decir al respecto las restantes instituciones sociales, incluidas las administraciones públicas encargadas de velar por la ecuanimidad en la política educativa. ¿Hasta qué punto el sentimiento corporativo subyacente en la comunidad universitaria sería mayor garantía para la legítima aspiración de los jóvenes a cursar estudios superiores? La reciente propuesta del PP en el recurrente tema de la selectividad encierra una variante singular sobre su discurso. Proponen que sean las universidades las que decidan para qué carreras y centros será precisa la selectividad y, después, que sean ellas las que se encarguen enteramente del asunto. Esta nueva propuesta, a no ser que el PP esté pensando en dejar a las futuras universidades privadas totalmente al margen del sistema que rige para el ingreso en las públicas, requiere algunas matizaciones.
En primer lugar habría que preguntarles a las universidades si desean aceptar la responsabilidad política de asumir íntegramente la decisión única sobre tan delicada materia. En segundo lugar, la sistemática criba que efectúan algunas escuelas de ingeniería, por poner un ejemplo obvio y tradicional, obsesionadas con una selectividad más exigente de lo razonable, podría alcanzar cotas inimaginables si tuvieran la capacidad exclusiva de selección.
En cualquier caso, lo censurable no serían tanto las fórmulas que se propongan para resolver el problema, porque es legítimo que todos los partidos políticos aporten sus ideas para resolver de una vez por todas una cuestión que, efectivamente, es política y, desde luego, opinable. Lo lamentable es desempolvar periódicamente la cuestión por estas fechas.
La preocupación de quienes aspiran a pasar las pruebas radica en saber si superarán, o no, el COU (el bachillerato y el COU constituyen la verdadera criba del sistema educativo), una preocupación que después se multiplicará ante la prueba de selectividad, y no por el temor al suspenso, porque las estadísticas indican que aprueba alrededor del 90% de los aspirantes, sino porque la calificación en esa prueba será lo que les permita o impida cursar la carrera universitaria que ellos desean. En esto reside el meollo del asunto. Quien sea capaz de resolver el gran problema de cómo, garantizar un puesto a todo el mundo en la universidad -el puesto que cada uno desee- tiene la obligación de decirlo de una vez por todas. Y la salida no está únicamente en la supresión o mejora técnica de la prueba de selectividad, sino en dar también al COU el sentido que pretende su propia denominación: un curso de orientación y antesala a la universidad, no una simple barrera ante ella.
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