Sindicatos y obreros
Es difícil ser sindicalista en Europa del Este tras la caída del comunismo, asegura la autora. Y también lo es saber la auténtica fuerza de los sindicatos en países como Polonia, Checoslovaquia y Hungría, cuyas autoridades aún no se atreven a cerrar las grandes empresas no rentables.
Durante 40 años la clase obrera de los países comunistas europeos estuvo en el centro simbólico del discurso de legitimación política. Las constituciones aseguraban que el poder se ejercía en nombre de "Ios trabajadores", el partido único se presentaba como su vanguardia, la doctrina oficial definía al Estado como "obrero", y la política cultural y la estética que promovía intentaba consagrar al trabajador manual como modelo humano. Aunque muchos de estos rasgos se atenuaron a partir de los años sesenta, en esencia se mantuvieron hasta el momento final de estos regímenes.Por otra parte, el obrerismo no fue sólo un elemento retórico, como han señalado muchos críticos del socialismo real: tuvo su efecto en medidas políticas, como el mantenimiento del pleno empleo más allá de cualquier racionalidad económica, o la política salarial que penalizaba a los empleados de cuello blanco y a todo tipo de profesiones universitarias, y premiaba a los trabajadores manuales.
Ahora, el proceso de cambio político en Polonia, Checoslovaquia y Hungría ha supuesto la derrota y crisis de los partidos que enarbolaban la bandera obrerista; en las nuevas constituciones, los ciudadanos han sustituido a los trabajadores, y aquella entidad mítica de unidad de destino que formaba "Ia clase obrera" ha desaparecido de la vida pública. Los obreros han sido arrojados desde el centro, que ocupaban antes, hasta los márgenes de los discursos políticos, y ahora son, como mucho, uno más de los grupos sociales a los que se dirige el Gobierno, el Parlamento y los partidos. El final de las dictaduras ha permitido comprobar que el intento de colocar al obrero en la cúspide de la jerarquía de prestigio social nunca tuvo éxito en estos países. El país oficial y el real se han reencontrado y los trabajadores manuales ocupan ahora el puesto secundario que tuvieron siempre en la escala de prestigio.
A la vez, los sindicatos obreros están sufriendo fuertes cambios. Todos estos países han heredado las estructuras de los antiguos sindicatos oficiales, que actuaban más como representantes del Partido-Estado ante la empresa y los trabajadores que como portavoces de estos últimos. Aquellos sindicatos vivían siempre en la extraña paradoja de pretender defender los intereses obreros ante un Estado empresario que se declaraba la encarnación de esos mismos intereses. Excepto en Polonia, donde tuvieron que compartir su monopolio con Solidaridad, en los demás países de la antigua Europa comunista los sindicatos oficiales llegaron hasta la transición agrupando al 90% de la población ocupada, con una afiliación semiforzosa y un aparato administrativo muy importante.
Conservar el poder
En todas partes, desde Bulgaria hasta Polonia, la crisis de los sistemas socialistas ha amenazado la supervivencia de estos sindicatos y sus numerosos funcionarios han seguido una estrategia semejante para sostener el poder de sus organizaciones. Todos ellos han cambiado de nombre y muchos han añadido el término "independiente" a su denominación. Todos han proclamado enfáticamente su voluntad de ocuparse de la defensa de los intereses de los trabajadores, reconociendo así implícitamente que no era ésta su misión anterior. Para demostrar su recién ganada independencia, algunos sindicatos convocaron huelgas -algo que nunca habían hecho antes- contra los últimos Gobiernos socialistas. Además, todos han transformado su organización interna, que antes era una réplica del "centralismo democrático", y han dado mucha más autonomía a las secciones sindicales.
A diferencia de los partidos comunistas, que en toda Europa del Este se han visto privados de sus propiedades anteriores, los nuevos Parlamentos democráticos han respetado el enorme patrimonio acumulado por los sindicatos, compuesto por centros de vacaciones, edificios administrativos, centros culturales y fondos para mantener su inflada nómina de empleados. Este patrimonio se ha convertido en tema central de la actividad sindical, al aparecer en casi todos los países nuevos sindicatos que reclaman su derecho a esas propiedades. En el caso de Hungría, esta discusión se ha convertido casi en la única actividad de viejas y nuevas organizaciones.
El protagonismo político de los sindicatos es mucho más fuerte en los países más pobres, Rumania y Bulgaria, donde las organizaciones obreras exhiben continuamente su convocatoria e intervienen directamente en la vida política. Basta recordar las huestes vandálicas de mineros que obligaron a dimitir a Petre Roman en Rumania, y las huelgas, también mineras, que forzaron la dimisión del Gobierno socialista búlgaro en 1990.
Nada semejante ocurre en los tres países del norte, Polonia, Checoslovaquia y Hungría, donde los sindicatos cumplen un papel político mucho más discreto. Solidaridad es el ejemplo más sorprendente, ya que su antiguo protagonismo se ha eclipsado. Sus anteriores líderes se han convertido en los nuevos dirigentes del país y abogan por una reforma económica que, a corto plazo, daña los intereses de sus afiliados. Su herencia política es ambigua: Solidaridad era mucho más que un sindicato, era un movimiento político anticomunista que pretendía, entre otras, la creación de una economía de mercado; pero era también un sindicato, cuya fuerza se encontraba en los grandes astilleros, minas y acerías, que ahora son vistos como industrias arcaicas, fuentes de contaminación y despilfarro. Todo esto ha creado una crisis de identidad del movimiento. A medida que el descontento popular se ha profundizado y las huelgas salvajes han hecho su aparición, Solidaridad se ha distanciado de Lech Walesa y del Gobierno.
El OPZZ
El otro gran sindicato polaco, el OPZZ, creado por el partido comunista en 1982 para competir con Solidaridad, no sufre estos dilemas. Afirma estar a favor de la economía de mercado, pero propone que el coste de llegar a ella lo paguen Ios explotadores", y de hecho se opone a todas las medidas reformistas del Gobierno. El OPZZ tiene más afiliados que Solidaridad -4.500.000, frente a los 2.300.000 del segundo-, y cuenta con un brazo político denominado Movimiento del Pueblo Trabajador, con un programa nacionalista, que clama contra la pérdida de soberanía económica en Polonia, y un discurso antisemita.
La dificultad de avanzar en el proceso de transición a la economía de mercado sin un acuerdo con los sindicatos ha impulsado a los Gobiernos de Europa del Este a conseguir alguna forma de consenso general. Los Pactos de la Moncloa españoles se han mencionado con frecuencia y en todos los países se han establecido órganos de conciliación de intereses, con representaciones de empresarios -estatales o privados- Excepto en Checoslovaquia, en todos los demás países la experiencia ha fracasado y los órganos están disueltos o son inoperantes y los pactos firmados se han incumplido. Los Gobiernos y los partidos no creen en la representatividad de los sindicatos, de la misma forma que éstos no creen en la representatividad de los partidos. La desconfianza mutua y la falta de respeto al contrincante político es una herencia del comunismo y de su peculiar forma de desaparición.
Resulta difícil saber cuál es la fuerza real de los sindicatos en Polonia, Checoslovaquia y Hungría, porque hasta ahora ninguno de los tres países se han atrevido a entrar en el núcleo del problema: la disolución de las grandes empresas no rentables. Hungría acaba de aprobar una ley de quiebras que aún no ha sido aplicada. Si los sindicatos optan por el enfrentamiento, se encontrarán ante Gobiernos débiles que probablemente no resistirán presiones en la calle. Si triunfan, la suya será una victoria pírrica, la crisis se agravará y tendrán que volver a combatir por lo mismo en condiciones mucho peores. Es dificil ser sindicalista hoy en Europa del Este.
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