La convergencia y el Estado mínimo
Tras la euforia de lo acordado en Maastricht, parece haber llegado la resaca y, en ella, una ola de euroescepticismo -incluso de pesimismo- sobre el camino y los objetivos de la Unión Europea. ¿O se trata de realismo ante la dimensión de los problemas de todo orden? Lo primero, es echar un vistazo al mapa y preguntarse si la Comunidad o, más ampliamente, Europa Occidental puede pretender seguir siendo un islote de prosperidad económica y relativa estabilidad política y social rodeada de un cinturón de pobreza, frustración y permanente agitación tanto en Europa Oriental como en el Norte de África. Quiérase o no, esto influye de manera importante en el proyecto comunitario y no de manera favorable.
Como también influyen desfavorablemente por lo menos otros dos factores. Uno, la situación y perspectivas a la baja de la economía internacional, al menos en el medio plazo. La experiencia demuestra que los procesos de integración -que en el esquema de la Unión Económica y Monetaria supone cesiones de importantísimas parcelas de soberanía nacional- son en ese caso mucho más difíciles y lentos. Segundo, el proceso de ratificación parlamentaria de Maastricht a desarrollar a lo largo de 1992 es un camino lleno de obstáculos que incluyen desde la necesidad de referéndum en algunos casos hasta reticencia creciente de partidos en la oposición. Todo ello reflejo de una opinión pública crecientemente crítica de los pasos siguientes en el proceso de integración. Claro que ese escepticismo y esa crítica exige a su vez un doble requisito: que la opinión pública esté informada al menos de la línea gruesa del tema (lo que no siempre ocurre) y que ese espíritu sea recogido por los partidos políticos (lo que tampoco ocurre siempre).
Todos estos elementos hacen pensar que no es descabellado suponer que no estamos ante un proceso cerrado y que las fechas y los criterios acordados al menos para el elemento más importante de Maastricht- pueden sufrir modificaciones. Como siempre, lo que piense y decida Alemania será el elemento clave, aunque no el único y está claro que la situación alemana presenta muchas incógnitas que en su mayor parte derivan de su difícil digestión de la antigua RDA. Como antecedente, conviene recordar que los plazos acordados en Maastricht son más dilatados que los previstos en su día por el voluntarista Informe Delors.
Reflexiones necesarias
Estas reflexiones parecen necesarias al examinar la situación de nuestro país, en el momento de iniciarse la tercera etapa tras la adhesión en 1986 y el final del periodo transitorio coincidente con el comienzo del mercado interior a fines de 1992. No pretenden estas líneas ofrecer un balance de estas dos fases ni existe una perspectiva temporal suficiente para hacerlo. Ese balance ofrece activos y pasivos, los primeros concretados en un aumento del bienestar colectivo y los segundos en la sensación -faltan cifras y datos para deducir una conclusión más afinada- de que está construyendo una sociedad más fragmentada, menos cohesionada en los valores, las oportunidades y los resultados. Todo ello no es, por supuesto, consecuencia exclusiva de la integración en la Comunidad, pero esa integración ha jugado un papel muy importante.
Completadas las dos fases anteriores, se entra en una etapa cuantitativa y cualitativamente diferente en la que las cesiones de soberanía -no sólo económica- son mucho mayores y por lo tanto las consecuencias son de mayor profundidad en nuestra sociedad y en nuestra economía. De esto tienen que ser conscientes quienes deciden, quienes influyen y eso que se entiende por la opinión pública, algo poco consistente en nuestro país en temas como éste.
Como deben ser conscientes del tipo de comunidad que se está construyendo, olvidados ya aquellos slogans que hoy parecen -a muchos- ya del siglo pasado. Aquello de que la Europa comunitaria será socialista o no será o lo de pasar de la Europa de los mercaderes a la de los ciudadanos. Hoy, la construcción comunitaria está presidida por el signo del conservadurismo político y el liberalismo económico. Varios son los botones de muestra, no todos: el ridículo peso de la dimensión social frente a la económica; la inexistencia de una Hacienda Central que haga posible una auténtica política de cohesión económica y social; el establecimiento de unos sistemas tributarios regresivos, con un peso decreciente de la imposición sobre los capitales y creciente sobre los salarios y el consumo; la creciente absorción de competencias por parte de Bruselas como paso previo a la desregulación; incluso, el objetivo de crear un cuarto poder -el monetario- autónomo frente al legislativo y el ejecutivo y por lo tanto frente a los electores. Son algunos aspectos del tipo de Comunidad económica y social que se está construyendo en la que cada vez tienen mayor peso esos elementos que van dando lugar a sociedades eso sí ricas pero cada vez más injustas e insolidarias con los crecientes islotes de pobreza autóctonos o de los que pretenden entrar desde las tinieblas externas, mediante la inmigración. Ese malestar europeo, que se refleja en creciente materialismo, racismo, xenofobia, intolerancia y alejamiento del hecho político, existe y coexiste con esa mayor riqueza precisamente porque debajo de los indicadores macroeconómicos hay siempre algo más complejo, algo que se olvida demasiadas veces en estos tiempos en que la economía reina absolutamente, en que todo o casi todo se limita a las cifras y a un burdo reduccionismo económico y en que se confunden, intencionadamente o no, los medios y los fines.
Cualquier proceso de integración -y una unión económica y monetaria es un nivel alto en ese proceso- supone una readecuación importante de los factores y sectores económicos en el tránsito y en el final con importantes efectos humanos, sociales y políticos. En suma, un proceso en el que el saldo final es presumiblemente favorable pero en el que hay ganadores y perdedores. Cuanto mayores sean las diferencias entre los participantes y cuánto más se deje a las solas fuerzas del mercado, mayor es el riesgo de que las diferencia iniciales se mantengan e incluso aumenten.
Coherencia de objetivos
Se trata, por lo tanto, de que haya una cierta coherencia entre los Doce. Maastricht identifica esta coherencia solamente en cinco indicadores monetarios-financieros sintetizados en estabilidad de precios y de cambios y contención presupuestaria. Esto no es otra cosa que una política de austeridad o por lo menos de crecimiento por debajo del potencial.
Hay que insistir en que esos cinco indicadores son incompletos porque no reflejan adecuadamente la situación económica de un país. ¿Porqué no incluir otros parámetros económicos importantes como son el desempleo, la renta per cápita, los desequilibrios territoriales o la situación de la balanza de pagos? Más aún: ¿Qué pasa con otros indicadores tan importantes como, por ejemplo, la dotación de infraestructuras o de capital público? ¿O los sociales como la distribución de la riqueza y la renta o los gastos en protección social? Los indicadores aprobados en Maastricht no son la radiografía económica de un país y mucho menos la socioeconómica. Puede darse una convergencia en esos indicadores oficializados y una divergencia, incluso profunda, en otros, porque -y esto es importante- no basta obtener los primeros y los segundos vendrán como una resultante obligada. Pero esa parece ser la filosofía que está detrás de Maastricht y del programa español de convergencia.
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