Altos vuelos
Me han regalado un libro titulado La jungla financiera. Me encontraba en lo alto de una torre de acero inoxidable, desde donde podía contemplarse medio plano de Madrid, arquitectura compacta de ladrillo, luego el campo de robles, y al fondo la cortina de la sierra con el ribete blanco de la última nevada del invierno y el azul violeta desvaído de la luz primaveral. Un amigo competente, pasando el brazo por encima de una hectárea de mesa de despacho, me lo entregó. Era un volumen grueso, con lomo de elefante, y un peso informativo que vale unos colmillos de marfil. Era una guía del bosque, llena de soluciones para hombres que se adentran entre los matorrales del negocio (Solutions for business, reza el subtítulo). Su contenido resultaba imprescindible. Nadie debe emprender el viaje al mundo del dinero sin llevarlo en la mochila, o en lo que sirve de mochila al financiero, un negro maletín. Hay quien lo llama Biblia, porque hay páginas que ayudan a una empresa a cruzar un mar de números rojos, y párrafos que son como la zarza ardiente en el desierto, instrucciones proféticas que conducen a abrir la caja fuerte y echar mano a los jugosos beneficios de un balance positivo y luminoso como una revelación. Es el maná, lo juro. Con esta lectura ustedes se harán ricos (no puede evitarse el pensamiento de que a todos nos espera la fortuna o al menos cierto tipo de útil compensación). Delante de un volumen parecido se concibe que el dinero y la suerte conjugados no pueden prescindir del consejo de los hombres entendidos. Sus autores se llaman Speak and Rivett. Aunque parezca un dúo de saxofonistas, son dos clásicos, y no es esto un reclamo ni una maniobra de recomendación.(Ahora viene lo asombroso. La portada del libro es un cuadro naif, y parece mentira que en un mundo tan duro y tan cruento, donde la gente se juega la vida en bancarrotas y millones, el editor haya optado por ilustrar el volumen con una selva infantil. Se ve un león que ruge amablemente pidiendo un hueso de cocido, y un tigre que parece de peluche y se dispone a saltar sobre una flor. Hay un búfalo inmóvil que quiere que le rasquen la cabeza. No son rieras. Sobre una hoja de nenúfar descubro una libélula. La maleza es el bosque de la Bella Durmiente. Entre el contenido de un texto despiadado y la ilustración, ingenua, es claro que ha actuado un mecanismo de compensación).
Nosotros aprendimos a leer en un libro titulado Lecturas instructivas. No era una Biblia, a lo más imitaba un catecismo o un libro de rezos. Era un manual escueto, de tiempos casi magros, ilustrado á plumilla, humilde blanco y negro de una época que sólo años más tarde dejaría paso a la cuatricromía y al tecnicolor. Las lecturas instructivas nos inducían a ser limpios y educados, ayudar a los ciegos a cruzar la calzada, dar limosna a los pobres, ceder el asiento a las viudas y a los caballeros mutilados, si acaso compartíamos el mismo autobús. (Si uno aspira a circular en un Dainiler tapizado de cuero aromático, ¿de qué sirve el consejo? Nadie cree que sólo por ese camino se llegue al escaño del otro consejo, el de administración). Se añadían ejemplos en esta vida absurdos, para que un niño malo y ambicioso, alcanzara las cumbres del buen comportamiento que llegado el momento para algo le había de servir. (Imagínense al curtido financiero del brazo de un mísero invidente. Si el ciego es un cacique de la ONCE hay otros intereses, no es la misma cuestión). Era un proyecto utópico, de bondad y cortesía, y exquisitas actitudes en la mesa (ni comer a dos carrillos, ni enarbolar el trinchante, ni codos sobre el mantel). Se inculcaba la fe en un mundo ordenado, la esperanza en el futuro siendo el presente un caos, la caridad de los buenos aplicada a situaciones insolubles. El amargo presente ratifica a contrario la lección. Éramos potros, y aquello parecía la doma del caballo. El máximo castigo era la pantomima de ser crucificado, con los brazos extendidos y de cara al rincón. Una vez estudiado el pulcro catecismo se pasaba a leer el Quijote en el precipitado químico de su versión escolar.
Lo cierto es que uno estudia a esa edad, a través del ventanal de un aula luminosa, la forma de las nubes, un combate contra el aburrimiento en campos de algodón. Suministra el Quijote para ello los mejores recursos, nubes que son gigantes, nublados con orejas de rucio, guerreros en un cielo empedrado que el viento dispersa y transforma en rebaño.. Hay quien tiene los gustos históricos, y descubre a la Armada invencible en la puesta de sol. El crepúsculo siempre es un despilfarro. Un payaso invisible se gasta cada tarde una fortuna en cubrir el cielo de oro, cuando la ambición traba a y el músculo, como decía el tango, se retira a descansar (y admírese esa división de clases que debemos a Carlos Gardel y no a Carlos Marx). Entre la utopía nebulosa de la infancia y el mundo sólido de los hombres maduros puede calcularse que en la vida transcurre un periodo de 30 años, durante los cuales se integran en la educación los buenos y los malos modos instructivos, se agota el contenido del Quijote y se desemboca, no desnudo, -pero cubierto únicamente de literatura, en plena realidad. Evocando el azar de muchos y ociosos calendarios se recorre un amplio territorio de lecturas. Se diría que existen dos mundos paralelos que en un instante traumático, coinciden. Al primero se le ha llamado Babia. Al segundo se le pueden otorgar las siglas misteriosas y eficaces de alguna multinacional.
Desde la torre de acero y cristal ahumado podían contemplarse los barrios de ladrillo, luego el cinturón de las dehesas, luego al fondo la sierra con el ribete blanco en su perfil. Siempre ha sido para mí, lo reconozco, el paisaje inolvidable de Madrid, ladrillo, robledal y azules velazqueños. Una tríada. En un dédalo de circunvalaciones cerebrales, el archivo neuronal de la memoria sigue ese orden. Las descripciones acuden a la pluma en grupos de tres, lo que algún sabio atribuye, no al equilibrio sintáctico, sino al funcionamiento característico del cerebro indoeuropeo (Dumezil). Era la tarde. El lujo del payaso, transformado en verdugo sangriento, declinaba. La voz cariñosa y competente de mi amigo elaboraba volutas de consejos en el ambiente celestial de su despacho, mientras yo sopesaba desconfiado el volumen de riqueza tipográfica que había puesto en mis manos: 'Léete eso, verás lo que es la vida, estrategia, decisión y habilidad". Lectura de altos vuelos, tan necesaria, es preciso decirlo, como seguir con el dedo las líneas del Quijote en aquel aula que acude, como un último recurso, a mi recuerdo infantil. "Instrúyete", decía. "Aprende pronto". Volvió a sentarse en el sillón, que respiró mullido, pivotante y satisfecho. Guardé bien apretado el libro eficaz de los negocios debajo del sobaco. Lecturas instructivas. Quizá estaba en lo cierto. El libro de la jungla financiera es la clave del mapa que conduce a la boca de las minas del rey Salomón.
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