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Reportaje:

Una silla eléctrica en Virginia

Roger Coleman se declaró inocente hasta el último momento

Antonio Caño

A las 23 horas y 29 minutos algún ave nocturna se dejaba oir el miércoles en medio de este bosque de Virginia. Un tren silbaba desde una vía lejana, mientras que un par de policías con sombreros charlaban distraídamente, apoyados a un muro del Centro Correccional de Greensville. A esa misma hora, unos metros más atrás, en uno de los edificios protegidos por alambre de espino, se aplicaba la descarga eléctrica que ponía fin a la vida de Roger Coleman. Los focos de las torres de la prisión le daban a todo un tono anaranjado.

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Los abogados no se rinden

La segunda descarga fue puramente ritual. Los médicos certificaron la muerte del condenado a las 23,38 horas. El sistema de justicia norteamericano había cumplido, fría y contundentemente, con su última etapa; pero esta muerte no desvanece las dudas, por muy ligeras que sean, de que se haya enviado a la tumba a un inocente. Cuando se abrieron las puertas de la cárcel y aparecieron, cabizbajos, dos de los abogados del condenado, escoltados por unos cuantos agentes de rostro anónimo, resultaba ya evidente que Roger Coleman había sido ejecutado.

En ese momento lo más dramático era comprobar la rapidez y la sencillez con la que se había acabado con la vida de un hombre, limpiamente, como se cumple con cualquier trámite burocrático.

"Las últimas palabras de Roger Coleman fueron", decía el abogado. "Más alto que no se oye", gritaba medio centenar de periodistas norteamericanos y extranjeros interesados en este caso. "Las últimas palabras de Roger Coleman fueron: Un hombre inocente va a ser asesinado esta noche. Espero que con esto los norteamericanos se den cuenta de lo injusto de la pena de muerte en una sociedad civilizada. Te quiero Sharon".

Se ha hecho justicia

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Oscurecido por el trágico protagonista de la noche, otro hombre reclamaba atención para su propio dolor en las puertas de la prisión. Se trataba de Brad McCoy, el marido de la mujer a la que, según el juicio seguido en su día, Coleman violó, maltrató y asesinó hace once años un una pequeña población de este mismo estado. "No tengo ninguna duda de que Coleman es culpable. Todo lo que él pueda sufrir esta noche es menos de lo que le hizo sufrir a mi mujer. Se ha hecho justicia" dijo McCoy. En las proximidades, un pequeño grupo de personas, activistas contra la pena de muerte o, simplemente, gente con corazón, derramó unas lágrimas por las víctimas de todas las violencia y escribió en el barro la palabra "¡vergüenza!".

Los testigos de la ejecución relataron que Coleman, de 33 años de edad, se veía entero y sereno en el momento de sentarse en la silla eléctrica.

El condenado colaboró incluso con el verdugo para quitarse las gafas y despejarle el camino a la muerte. Su agonía había comenzado, en realidad, muchas horas antes.

El mismo día había sido trasladado a unas oficinas de Richmond para someterle a un detector de mentiras, al que tampoco convenció de su inocencia. Esa noche apenas durmió, pensando quizá en un milagro que le librara de la ejecución.

En su último día de vida, le, concedieron la gracia de pasar seis horas junto a su querida Sharon, con la que compartió una habitación vigilada desde el otro lado de un espejo, pero en la que, según los abogados, "no tuvieron una relación conyugal".

Al caer la tarde, llegaron a la celda unos carceleros con cuchillas y jabón para afeitarle parte de la cabeza y los tobillos con objeto de facilitar el trabajo de un silla eléctrica construida hace 84 años y en la que se habían sentado antes 248 personas.

A la hora de la cena, Coleman pidió una pizza pepperoni, un pastel de chocolate y un sevenup, que comió mientras consumía también las últimas esperanzas.

Apenas media hora antes del momento fijado para la ejecución, las once de la noche, el gobernador del estado de Virginia, Douglas Wilder, decidió un aplazamiento de la ejecución de quince minutos para dar una última oportunidad a que el Tribunal Supremo se pronunciase sobre el caso.

Unos minutos después llegó la noticia desde Washington: por siete votos contra dos, la máxima institución judicial de Estados Unidos daba vía libre a la ejecución.

Los periodistas dejaron entonces sus comentarios cínicos al estilo de la película Front Page -Primera Plana- y dirigieron sus miradas hacia la cárcel con el propósito de que algo, algún pequeño ruido, algún mínimo movimiento, demostrasen que un hombre estaba muriendo en su interior. Nada.

La prisión sólo se expresó por boca de un moreno melenudo y de aspecto chulesco que, con siniestra formalidad, se limitó a informar: 'la sentencia dictada contra Roger Coleman ha sido cumplida".

Los policías, que ya bostezaban, desaparecieron tras las puertas de cristal, y el conspicuo portavoz de la prisión de Greensville fue a un cercano establecimiento Seven Eleven a comprar una Coca-Cola y un paquete de cigarrillos.

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