Ricos y pobres
LAS NACIONES Unidas ha dado a conocer dos informes, relativo uno al nivel de progreso alcanzado por las naciones del mundo en 1992 y otro sobre el estado de la población mundial, que no son precisamente tranquilizadores respecto al futuro de la humanidad. La desigualdad entre países ricos y pobres se acrecienta mientras que la natalidad descontrolada en estos últimos se erige en una barrera formidable a su desarrollo, atrapando a los centenares de millones de sus habitantes en una espiral de descenso de ingresos y de aumento de hambre y de miseria. El reinado universal del capitalismo, tras su incuestionable victoria sobre el comunismo, deja ver con más nitidez algunas de sus lacras y limitaciones, incluso en los países que son su santuario. También los informes de la ONU muestran a su trasluz los puntos débiles del actual orden mundial y de los criterios económicos que lo sustentan.El informe sobre desarrollo humano elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), de acuerdo con un índice que mezcla la esperanza de vida, la educación y los ingresos por persona, muestra los obstáculos que en estos tres aspectos básicos del bienestar se levantan en las relaciones entre países pobres y ricos. Obstáculos financieros, económicos, migratorios, tecnológicos, comerciales, educativos... El principal de ellos es, sin duda, el educativo, de cuya superación depende realmente que las diferencias entre unos países y otros puedan reducirse sustancialmente algún día. Pero, a
corto y medio plazo, la falta de capital y el endeudamiento son los verdaderos condicionantes de su desarrollo. En 1990, la deuda exterior del Tercer Mundo superó la cifra de 1,2 billones de dólares, el 44% de su producto nacional bruto colectivo. Estos países devolvieron durante ese año a los ricos cerca de 80.000 millones de dólares en intereses por sus deudas y una cantidad mayor de capital. Y aún hay más: el tradicional flujo de capital de Norte a Sur se ha invertido; los países pobres pagan a los ricos más de lo que reciben de éstos en inversión y ayuda.
Pero para que el foso entre unos y otros se haga todavía más profundo existe un aspecto que el índice de desarrollo humano (IDH) no recoge: la degradación del medio ambiente y el derroche de recursos naturales que parecen consustanciales a las formas dominantes de la economía mundial. La repercusión más grave de este fenómeno se produce precisamente en los países en vías de desarrollo. La falta de capital les impide de hecho invertir en la protección de sus bosques, la conservación del suelo, las mejoras en el regadío y el control de elementos contaminantes. Y lo que aún es peor, la creciente deuda les obliga a liquidar recursos naturales que son a menudo su única fuente de divisas. A ello hay que añadir la aceleración del crecimiento de la población mundial en los últimos años, puesta de manifiesto en el informe demográfico correspondiente a 1992 del Fondo de Población de las Naciones Unidas (FNUAP). Un fenómeno que afecta, fundamentalmente, a las ya superpobladas zonas del mundo en vías de desarrollo.
La perspectiva para las poblaciones de estos países es espantosa, y quienes desde liderazgos religiosos o morales boicotean las políticas gubernamentales de planificación familiar deberían responder por la parte de culpa que tienen en su desgracia. Teniendo en cuenta que en 1990 aproximadamente 1.200 millones de personas -el 23% de la humanidad- vivían en un estado que se describe como de pobreza absoluta, en el que las necesidades básicas de alimentación, ropa y cobijo no alcanzan los mínimos, pueden deducirse fácilmente los efectos dramáticos que para ellos tendrá el hecho de que el aumento anual de 100 millones de personas previsto para esta década se produzca fundamentalmente en ese medio. La presión migratoria hacia los países ricos derivada de esta densidad demográfica puede resultar incontenible. Y lo que sería de desear es que éstos intentaran adelantarse a ella cambiando radicalmente su actitud frente al mundo en vías de desarrollo.
En todo caso, una reorientación de la economía mundial parece inevitable. En una época en que la deforestación en un país reduce la riqueza biológica de toda la Tierra, en la que los productos químicos liberados en un continente pueden producir cáncer de piel en otro, en la que las emisiones de dióxido de carbono en cualquier parte aceleran el cambio climático general, la política económica comienza a ser una cuestión de toda la humanidad. Como ha señalado José Luis Sampedro en la presentación en España de los informes de la ONU, la gran enseñanza de éstos es que el mundo es sólo uno, y cada vez más pequeño, y que las soluciones a sus problemas no pueden ser sino globales.
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