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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Protesta sindical

COMO SABEN muy bien los abogados, toda causa tiene defensa. Naturalmente que existen argumentos contra el decreto sobre reducción de prestaciones al desempleo convalidado el jueves por el Parlamento. Pero esos argumentos no anulan las razones por las que las medidas contenidas en dicho decreto han sido aprobadas por una amplia mayoría de los diputados ni, sobre todo, justifican la convocatoria de una huelga general. El decreto responde ante todo a la necesidad de hacer frente a una emergencia: contener el déficit desbocado del Instituto Nacional de Empleo (Inem). Además de eso, ciertos efectos indeseables del sistema vigente aconsejaban modificarlo. Se ha aprovechado para racionalizar el sistema, pero los recortes introducidos son consecuencia del agujero presupuestario, y cualquier argumento contra el decreto deberá responder a la necesidad de hacerle frente.Esos recortes perjudican los intereses de un sector de la población, y concretamente de uno de los más débiles y desprotegidos: el de las personas sin empleo o con empleo en precario. En la medida en que los sindicatos defienden, entre otros, los intereses de ese sector, es lógico que muestren su desacuerdo. Pero un Gobierno democrático representa intereses más complejos y heterogéneos que los defendidos por los sindicatos. Por grande que sea su inclinación o preocupación hacia los parados, no puede arriesgar, en aras de su defensa, los demás objetivos que debe perseguir su política económica. Uno de los cuales es, desde luego, evitar la ruina fiscal del Estado.

En ello hay un interés político: los apoyos de los que depende su permanencia en el poder son hoy claramente interclasistas. Pero puede haber también una motivación moral: desentenderse de efectos como el incremento incontrolado del déficit (y de sus derivaciones en materia de inflación) significa apostar por una ineficiencia creciente del sistema económico en su conjunto. Y la experiencia de todos los países demuestra que las víctimas principales de esa falta de eficiencia son los sectores más débiles de la sociedad. Singularmente aquellos cuya falta de cualificación profesional les sitúa en inferioridad para encontrar trabajo.

Sólo en ese sentido genérico puede decirse que las medidas son beneficiosas para los trabajadores. En lo inmediato, es evidente que no lo son. Al menos, no para aquellos que vayan a ir al paro en el próximo futuro (el decreto no tiene carácter retroactivo, por lo que no afecta a los trabajadores que actualmente están cobrando el subsidio). El empeño de algunos gobernantes y portavoces socialistas en vender lo contrario resulta algo pueril: ni es un paso adelante en la lógica del Estado de bienestar ni admite una defensa en nombre de los principios de la socialdemocracia. Pero la discusión no es ésa, sino determinar si las medidas eran o no necesarias; si el Gobierno podía permitir que siguiera el crecimiento imparable del déficit del Inem (superior en 1991 a los 300.000 millones de pesetas). Tampoco se trata, por lo mismo, de discutir sobre si el Gobierno tendría o no que haber intervenido antes de que se llegase a ese deterioro. Como en el caso de la minería asturiana, no se puede alegar retraso en la intervención para oponerse a ésta cuando al fin se produce.

No es que los sindicatos tengan que disponer de una alternativa de gobierno para ganarse el derecho a protestar. Pero es lo cierto que las respuestas que proponen a los problemas concretos hallados -el déficit incontrolado y las derivaciones perversas del sistema: rotación excesiva, tramos en que se gana más sin trabajar, etcétera- pasan siempre por un incremento de los impuestos (aunque ello a veces se enmascara con referencias al fraude fiscal). Es, sin duda, una opción posible, política donde las haya. Pero muchos ciudadanos no estarán de acuerdo, como no lo están los expertos económicos, incluidos los de organismos internacionales que elaboran informes sobre España.

Tampoco comparte esa opinión la mayoría de los representantes de la soberanía popular, según refleja la votación parlamentaria del jueves. El que los sindicatos no hayan verificado su apoyo social en unas elecciones generales no significa que carezcan de representatividad o que no tengan derecho a expresar su desacuerdo y a movilizar a sus seguidores contra decisiones del Parlamento: la democracia no se reduce a la elección de representantes, sino que implica participación en el proceso de toma de decisiones. Pero sus líderes no tienen razón cuando proclaman, como ayer Redondo al finalizar la manifestación del Primero de Mayo, que nadie les había propuesto negociar. El gesto del veterano ugetista levantándose -pronto hará un año- de la mesa del pacto de competitividad, en cuyo orden del día figuraba la reforma del Inem, fue tan expresivo como inolvidable.

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