La degradación de un sueño
Los Angeles o las promesas traicionadas
Lo primero que sorprende al viajero que llega a Los Ángeles por el aire, especialmente si ya ha oscurecido, es la interminable alfombra luminosa sobre la que se desplaza antes de aterrizar. Por tierra, viniendo del desierto, desde lo alto de las montañas de San Bernardino, la bruma amarillenta difumina el cuadriculado urbano transformándolo casi en un océano, en una ciudad-mar salpicada por monolitos aislados, los rascacielos solitarios entre palmeras, y cruzada por venas y arterias, las eternamente saturadas autopistas, encarnación perfecta de un sueño convertido en miseria.
Más de 12 millones de personas viven en el Gran Los Ángeles, una aglomeración urbana formada por tres condados y más de 100 municipios. Ocupa un área de unos 100 kilómetros a lo largo de la costa del Pacífico dispersándose por una serie de valles hasta que empieza el desierto, unos 40 kilómetros tierra adentro. De hecho, la ciudad de Los Ángeles propiamente dicha no tiene más de, dos millones de habitantes, y su viejo centro, bastante alejado del mar, es una mezcla de barrios depauperados y grandes rascacielos ultramodernos que se vacía a las cinco de la tarde.Para los turistas ocasionales es una pesadilla. No hay transporte público, y el que hay más vale no tomarlo dadas las distancias y su lentitud. Si alquilan un coche se pierden en la maraña de autopistas. Tampoco es posible parar un taxi por la calle. Finalmente se pasean por Hollywood Boulevard, constatan que las estrellas siguen bien puestas en las aceras, visitan las playas de Venice o Santa Mónica y acuden a los Estudios Universal. De vuelta al hotel, los turistas se dan cuenta de que Los Ángeles no existe, o así lo proclaman. Y tienen algo de razón. No existe en el sentido tradicional que se tiene en Europa de lo que es una ciudad. No hay un centro, hay decenas de ellos. No se puede apreciar una personalidad que la defina; los estilos, las formas de vida, los modelos arquitectónicos, las razas, las culturas, todos aquellos elementos que permitirían establecer un diagnóstico, están de tal manera atomizados y superpuestos los unos a los otros que el visitante sale de allí como si volviera de un limbo. impenetrable.
Pero 12 millones de angelinos no pueden estar equivocados. Los Ángeles existe, aunque no es una ciudad, es un concepto. Hasta la década de los años treinta, el antiguo Pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles de Porciúncula, fundado por los españoles a finales del siglo XVIII, no había adquirido otro mérito que el ser la sede de la fábrica de sueños. Gracias a su clima, los pioneros del cine -que trabajaban siempre en exteriores- la escogieron por razones prácticas. San Francisco, mucho más al norte, era la indiscutible reina de California.
Imán de desposeídos
En medio de la gran depresión, la ciudad actuó como un imán irresistible para las masas desposeídas del país. Se convirtió en el epítome del sueño americano. Desde entonces su atracción ha seguido incólume. Pero no fue hasta el final de la década de los cincuenta cuando se impuso el modelo definitivo. General Motors compró los transportes públicos, los dejó decaer hasta cerrarlos e impuso el plan de autopistas urbanas.
La gente siguió llegando con más fuerza que nunca. Pero a los blancos del Medio Oeste les siguieron los negros de las grandes ciudades de la costa este al tiempo que los mexicanos volvían en masa a lo que había sido su tierra hasta hacía muy poco. Los chinos, que habían trabajado en la construcción del ferrocarril, atrajeron a más de sus compatriotas y en el otro lado del Pacífico se corrió la voz, entre camboyanos, laoslanos, tailandeses, coreanos y vietnamitas. Árabes, persas, indios, israelíes y todas las razas del mundo ocupaban barrios y establecían comunidades.
A finales de la década pasada sonó la voz de alarma. La sequía puso en evidencia que nunca hubo agua en Los Ángeles, que los verdes céspedes ocupan, en realidad, un trozo de semidesierto. Ahora, el concepto de Los Ángeles, ese modelo que supuestamente definía a. la ciudad del futuro, es inviable. Es el sueño americano el que está en crisis, se ha convertido en pesadilla. Los angelinos, cuyas tendencias neuróticas son notorias, parecen a punto de sumirse en una depresión colectiva. Muchos deben pensar que ya sólo les queda el Big One, el gran terremoto cuya inminencia planea sobre sus cabezas, y que la falla de San Andrés se rompa del todo y Los Ángeles se hunda en el mar.
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