El Ecce Homo del siglo XX
Francis Bacon, al igual que el siglo que vivió y casi abarcó por completo, transitaba por un paisaje espiritual en el que la máxima ternura y la crueldad extrema coexisten a ambos lados del filo de una misma navaja. Autodidacta y maestro, misántropo reverenciado, obsesionado por la tradición y rompedor de convenciones, Bacon vivió permanentemente en el reverso tenebroso de la figura del arte contemporáneo, del mismo modo que otros creadores -Braque, Ernst, Miró, el mismo Picasso- dejaron que el mundo les bañara con el aura resplandeciente del genio.Bacon, a diferencia de otros creadores menos torturados o más diestros a la hora de interiorizar sus desgarros, vivió una tensión que podría compararse a las brutales torsiones a que somete a la figura humana en sus cuadros; a horcajadas entre la sensibilidad romántica y el sadismo sin coartadas, del mismo modo que trabajaba en, la oscuridad de un estudio caótico por añoranza y miedo de la luz y por abominación del orden, un orden contra el que luchó como macabra burla de la descarnada implacabilidad y arbitrariedad que, en su percepción, presiden la existencia.
La singularidad y la paradoja de Bacon no radican sólo en la construcción virtualmente solitaria de un universo plástico que rompe las barreras de la tolerancia convencional y arrasa incluso los parámetros del esteticismo integrador, al tiempo que apela a los instintos más primarios del ser humano y, simultáneamente, a las obsesiones más profundas de la plástica occidental. Bacon es un artista capaz de integrar en sus imágenes el espíritu horrible y sublime del siglo sin el menor asomo de inhibiciones morales, sin eufemismos y sin remordimientos. Más aún, el pintor prefigura el potencial de apocalipsis que su época contiene mucho tiempo antes de que las imágenes de pesadilla de sus cuadros hallasen símiles cotidianos en las fotografías de prensa o los noticiarios de televisión. Es cierto que Bacon reprodujo y plasmó la brutalidad del siglo, pero el siglo se ha esforzado en devolverle el cumplido con imágenes -los cráneos amontonados de Camboya; los amasijos de cuerpos rotos de las catástrofes aéreas- que a veces superan incluso sus más salvajes fantasías.
Retratistas de infiernos
El mundo de Bacon tiene múltiples fuentes; comienza sin, duda en una infancia de aislamiento y crueldad, en cuyo paisaje debían destacar los cuerp9s rotos de los caballos que su padre entrenaba. Pero Bacon, en el tardío momento en que empieza a conocerse su obra, ya había digerido las imágenes del siglo y su carga de fascinación y horror. Las masacres de la revolución rusa; los monstruos y tullidos que la Primera Guerra Mundial convirtió en imágenes cotidianas de Europa; las víctimas de los bombardeos de la Segunda Guerra y, sobre todo, la humanidad torturada, masificada, convertida en materia prima sin identidad en el proceso de genocidio industrializado de los campos de concentración. No es casual que la pintura de Bacon comience a valorarse al mismo tiempo que la humanidad experimenta el choque de los crímenes nazis y el innombrable terror del arma nuclear.
Al mismo tiempo, Francis Bacon fue un clásico. En sus óleos reverbera el misterio de la pintura, el mismo misterio que poseyeron Velázquez y Vermeer, Goya y Leonardo. Al mencionar su torturada plasticidad y el modo estrictamente contemporáneo en que alcanzó a plasmar sus imágenes, no podemos olvidar que Bacon fue sucesor y profundo conocedor de otros retratistas de infiernos, como Brueghel o como el propio Goya de las pinturas sombrías. Su declarada admiración por la pintura española -patente en obsesiones concretas, como la que le vinculó al Retrato del Papa Inocencio I de Velázquez- puede interpretarse como querencia de una capacidad de pasión y de absoluto que, pese a toda su rabia y potencia, queda matizada por una pátina nórdica que confiere una peculiar impavidez incluso a las formas más ensangrentadas y retorcidas. Pero no hay luz ni serenidad en el mundo de Bacon, ni siquiera la luz oscura que otros contemporáneos persiguieron con ahínco. El de Bacon es un cielo opaco, bajo cuya oscuridad sin límites transcurre, en el silencio y el aislamiento, la torturada existencia de los seres.
Aullante o descuartizado, vejado e irreconocible, el protagonista de la obra de Francis Bacon es el ser humano del siglo XX, el ecce homo resultante de las convulsiones de un mundo superpoblado, contaminado y violento sobre el que pende la amenaza de los distintos espectros de la extinción, un mundo en el que el espectador de obras como la del pintor que acaba de desaparecer no puede por menos que interrogarse acerca de los límites entre el potencial de crudeza de la condición humana y el arte que la prefigura y recrea, obligándonos al estremecimiento.
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