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Regreso a la barbarie

Mario Vargas Llosa

El golpe de Estado es un típico producto latinoamericano, como el tabaco y la cocaína, pero bastante más mortífero que ellos. Adopta variadas formas, y la elegida, el domingo 5 de abril, por Alberto Fujimori para destruir la democracia peruana se llama "bordaberrización", por el presidente uruguayo de ese nombre que, aunque no la inventó, la actualizó y patentó. Consiste en que un presidente elegido clausura, con el apoyo de militares felones, todos los organismos de contrapeso y fiscalización del Ejecutivo -el Congreso, la Corte Suprema, el Tribunal de Garantías, la Controlaría-, suspende la Constitución y comienza a gobernar por decretos leyes. La represión acalla las protestas, encarcela a los líderes políticos hostiles al golpe y amordaza, intimida o soborna a los medios de prensa, los que muy pronto empiezan a adular al flamante dictador.Las razones que ha dado Fujimori para justificar el autogolpe son las consabidas: las obstrucciones del Congreso a las reformas y la necesidad de tener manos libres para combatir con eficacia el terrorismo y la corrupción. Al cinismo y a la banalidad se añade en este caso el sarcasmo. Pues quien ahora se proclama dictador para moralizar el país protagonizó, en las últimas semanas, un escándalo mayúsculo en el que su esposa, su hermano y su cuñada se acusaban recíprocamente de hacer negocios sucios con los donativos de ropa hechos por el Japón a Ios pobres de Perú". La familia Fujimori y allegados podrán en adelante administrar el patrimonio familiar sin riesgo de escándalo.

Hay ingenuos en el Perú que aplauden lo ocurrido con este argumento: "¡Por fin se puso los pantalones El Chino! ¡Ahora sí acabarán los militares con el terrorismo, cortando las cabezas que haya que cortar, sin el estorbo de jueces vendidos o pusilánimes y de los partidos y la prensa cómplices de Sendero Luminoso y del MRTM'. Nadie se ha enfrentado de manera tan inequívoca a la subversión en el Perú como lo he hecho yo -y, por eso, durante la campaña electoral, ella trató por lo menos en dos ocasiones de matarme-, y nadie desea tanto que ella sea derrotada y sus líderes juzgados y sancionados. Pero la teoría del "baño de sangre", además de inhumana e intolerable desde el punto de vista de la ley y la moral, es estúpida y contraproducente.

No es verdad que los militares peruanos tengan. las manos "atadas" por la democracia. El Perú ha sido declarado por organismos como Amnistía Internacional y America's Watch el primer país del mundo en lo que concierne a violaciones de derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, empleo de la tortura, desapariciones, etcétera, y hasta ahora ni un solo oficial o soldado ha sido siquiera amonestado por alguno de esos abusos. A los horrendos crímenes cometidos por los terroristas se añaden, también, por desgracia, horrendos crímenes de la contrainsurgencia contra inocentes en esa guerra que ha causado ya cerca de veinticinco mil muertos.

Dar carta libre a las fuerzas armadas para luchar contra el terrorismo no va a acabar con éste; lo va a robustecer y extender a aquellos sectores campesinos y marginales, víctimas de abusos, ahora sin posibilidad de protestar contra ellos por las vías legales o a través de una prensa libre, a quiénes Sendero Luminoso y el MRTA vienen diciendo hace tiempo: "La única respuesta a los atropellos de la policía y el Ejército son nuestras bombas y fusiles". Al perder la legitimidad democrática, es decir, su superioridad moral y jurídica frente a los terroristas, quienes mandan hoy día en el Perú han perdido el arma más preciosa que tiene un Gobierno para combatir una subversión: el apoyo de la sociedad civil. Es verdad que nuestros Gobiernos democráticos apenas la consiguieron; pero ahora, al pasar el Gobierno a la ilegalidad, el riesgo es que la colaboración civil se vuelque más bien a quienes lo combaten con las armas.

Es también inexacto que una dictadura pueda ser más eficiente en el combate contra el narcotráfico. El poder económico que éste representa ha hecho ya estragos en el Perú, poniendo a su servicio a periodistas, funcionarios, políticos, policías y militares. La crisis económica, que ha reducido los ingresos de empleados públicos y de oficiales a extremos lastimosos -el sueldo de un general no llega a 400 dólares mensuales-, los hace vulnerables a la corrupción. Y, en los últimos meses, ha habido denuncias muy explícitas en el Perú de colusión entre los narcotraficantes del Alto Huallaga y alguno de los oficiales felones que encabezan el disimulado golpe militar. No se puede descartar, por eso, lo que la revista Oiga, de Lima, venía denunciando hace tiempo: una conspiración antidemocrática fraguada por el entorno presidencial y militares comprometidos con los narcos del oriente peruano.

A algunos han impresionado las encuestas procedentes del Perú según las cuales más del 70% de los limeños aprobarían el asesinato de la legalidad. No hay que confundir desafecto por instituciones defectuosas de la democracia con entusiasmo por la dictadura. Es verdad que el Congreso había dado a veces un espectáculo bochornoso de demagogia y que muchos parlamentarios actuaban sin asomo de responsabilidad. Pero eso es inevitable en países donde la democracia está dando sus primeros pasos y en los que, aunque haya libertad política y elecciones libres, la sociedad aún no es democrática y donde casi todas las instituciones -partidos y sindicatos incluidos- siguen impregnadas de los viejos hábitos de caciquismo, corruptelas y rentismo. No se cura un dolor de cabeza decapitando al enfermo. Clausurando un Congreso representativo y fabricando uno ad hoc, fantoche, como hacen todas las dictaduras y como el ingeniero Fujimori promete hacer, no van a mejorar las costumbres ni la cultura democrática del Perú: van a empeorar.

El desencanto de los peruanos con el Poder Judicial es grande, desde luego. Los jueces, que ganan sueldos de hambre -menos de 200 dólares al mes, como promedio-, no se atreven a condenar a los terroristas ni a los narcos, por temor o porque se doblegan al soborno. Y tampoco a políticos como el ex presidente García Pérez, a quien la Corte Suprema, en una decisión escandalosa, hace poco se negó a juzgar pese a la solicitud del Congreso y de haber muy serias evidencias de negocios millonarios mientras ejercía la presi

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