Tres socialismos
Un resultado sorprendente de la defunción del comunismo es que los socialistas no comunistas, en lugar de sentirse aliviados, buscan desesperadamente una identidad propia en toda Europa. Hay debates en todos los países y se perciben claras señales de crisis, e incluso el temor de seguir al Gran Hermano a una fosa común. Frente a esto, una forma de ver la luz al final del túnel sería evaluar las diferentes clases de socialismo que existen en Europa.El socialismo revolucionario ha ido debilitándose, de hecho está en crisis, y, con toda probabilidad, desaparecerá o quedará reducido al tamaño de las sectas religiosas pequeñas. (O algunos de sus sectores continuarán utilizando el camuflaje de la retórica radical y actuarán, de hecho, como socialdemócratas). Aquellos de sus representantes que se han dedicado a la causa del comunismo soviético comparten indirectamente la responsabilidad por los crímenes de su modelo, y se ven también comprometidos al haber anunciado un proyecto social y político que ha fracasado miserablemente. Pero incluso esos grupos que, basándose en una ideología trotskista o de nueva izquierda han criticado al modelo soviético, han estado consagrados a la noción -ahora carente de base- de la trascendencia absoluta del mundo moderno, y este aventurado proyecto tiene hoy un número insignificante de partidarios. La gran innovación de la modernidad europea, la revolución política como constitutio liberatis, ha vuelto al punto de partida después de un ciclo de negociaciones desde 1789 hasta 1989-1991. Ahora su misión ha concluido y el centenario debate entre revolución y reforma se ha decidido a favor de oleadas -profundas y repetidas- de reformas sociales.
Por consiguiente, lo que queda en la escena es fundamentalmente una clase conservadora de socialismo. Puesto que el adjetivo conservador raramente se asocia con el nombre socialismo, la pregunta de qué es lo que esta clase de socialismo pretende conservar tiene que ser respondida sin ambigüedades. La respuesta parece estar clara: se esfuerza por preservar lo que los trabajadores, y los emplea dos en general, han logrado hasta ahora, principalmente el armazón socioeconómico del Estado de bienestar. (Hasta tiene que ampliar su estructura en ciertos países, sobre todo en Estados Unidos). Como tal, es posible que el socialismo conservador sufra una crisis de identidad, que se sienta amenazado por el temor acechante de una muerte inminente, pero es indispensable para la modernidad, y, por consiguiente, no desaparecerá. Basta con imaginarse la jungla de una economía competitiva y centrada en el beneficio sin las garantías de una potente red de socialismo conservador para comprender por qué su presencia es indispensable.
Sin embargo, el socialismo conservador presenta dos conjuntos de problemas. El primero lo ha descrito de forma sencilla un escritor norteamericano: el socialismo conservador (que él identificaba con la democracia social) es "aburrido"; en otras palabras, resulta vacío desde el punto de vista cultural. El socialismo revolucionario, con sus mitos, visiones y las formas de vida que ofreció durante un tiempo, generó, de hecho, energías culturales; el ejemplo del cine italiano de la posguerra es una prueba evidente. Y la ausencia de energías culturales generadas por un movimiento político no es meramente un tema cultural, sino también político, y de crucial importancia. Sin ellas, es difícil que el socialismo conservador pueda influenciar a capas sociales importantes, sobre todo a la generación joven.
El segundo problema del socialismo conservador consiste en la naturaleza tiránica, aunque no totalitaria" de ciertas tendencias dentro de este movimiento. La retórica anticapitalista del Papa, una condena visceral de la inclinación dominante de la modernidad hacia el beneficio y el consumismo, es un ejemplo que viene al caso. Como interdicto moral, impuesto sobre el hedonismo moderno, se opone lógicamente a la codicia capitalista y es una defensa sincera, apasionada incluso, de los derechos y la dignidad del trabajo. Pero contiene elementos de una nueva dictadura de las necesidades, puesto que considera el afán por la buena vida, así como la presencia de la ilustración en los estilos de vida modernos, una manifestación de la naturaleza pecadora del hombre, y su inclinación es suprimirla.
El socialismo liberal es un compuesto un tanto ecléctico, porque descansa sobre un compromiso entre dos componentes aparentemente "irreconciliables. El liberalismo es individualista por naturaleza, mientras que el socialismo ha sido, también por naturaleza, colectivista. Su relación es un compromiso histórico genuino, y surge del reconocimiento de ciertas corrientes dentro de las dos grandes ideo logías del siglo XIX de que las dos, si se aplican coherentemente a la modernidad, pueden acabar siendo una terapia fatal, y de que ambas contienen ingredientes indispensables para el bienestar de la sociedad moderna.
Ésta es la razón por la que el socialismo liberal, si resurge después de los precursores fabianos del siglo XIX, diferirá, con toda probabilidad, del socialismo conservador, cuyo objetivo primario es la defensa del sistema de los beneficios sociales, un movimiento de las masas innovador, aunque pequeño, influyente, pero no permanente. Puede que acabe creciendo hasta convertirse en un protagonista esencial temporal de la escena política en las ocasiones en que la democracia necesite campeones liberales, aunque concienciados socialmente, bien contra sus enemigos declarados, o contra las tropas de asalto de la democracia totalitaria, cuya principal receta política es la dictadura mayoritaria.
El socialismo liberal está incomparablemente situado para defender la estrategia del más allá del capitalismo y socialismo. Y es que la conclusión que se desprende de la defunción del comunismo es que lo que viene tras él no es el triunfo del capitalismo. Más bien, cada vez más observadores de la coyuntura actual caen en la cuenta de que ha concluido la era de dos organizaciones económicas, que se excluyen mutuamente y que dominan el conjunto de la vida social (un dogma del siglo XIX tanto de la derecha como de la izquierda). Ahora existe prácticamente un consenso que exige que la economía siga estando basada en el mercado y que ninguna política de nacionalización o expropiación violenta emprenda más aventuras con la intención de abolir la libertad empresarial y sustituir el riesgo por interminables subvenciones estatales. Pero parece existir una expectación igualmente intensa con respecto a la socialización de la economía, en el sentido de transformarla en una institución socialmente indispensable que desarrolla unas funciones públicas, sujetas a la influencia y aprobación públicas. Las funciones de la institución social de la economía varían dependiendo del periodo histórico. De momento, las funciones principales que le atribuye la sociedad son el crecimiento económico (dentro de unos límites ecológicos) y, preferiblemente, el pleno empleo (que es un requisito del ethos). Mañana podría ser la creatividad del proceso laboral.
La socialización de la economía global, una labor enormemente compleja y difícil, resulta muy apropiada para la imaginación del socialismo liberal, ya que su esencia no puede verse agotada por una política de garantías y restricciones (que proporciona el vocabulario del socialismo conservador), y sólo puede expresarse adecuadamente a través de una política de libertades. Si uno puede fiarse de las doctrinas, el socialismo liberal no busca la expropiación, sino la ampliación de las libertades (económicas) en un sentido cuádruple. Su objetivo es, en primer lugar, extender la influencia del consumidor, cuya opinión será tenida en cuenta, incomparablemente más que ahora, a la hora de decidir qué debe producirse y para qué tipo de necesidades. En segundo lugar, en armonía con sus dogmas básicos, el socialismo liberal prefiere la ampliación del poder del productor dentro de la fábrica. En tercer lugar, su norma es elevar la mera influencia tanto del consumidor como del productor al nivel de franquicias, una ciudadanía económica, social y legalmente reconocida. Y por último, puede esperarse que el socialismo liberal, sorprendentemente, si se le compara con las ideas socialistas tradicionales, luche por unos mercados genuinamente libres, contra los abusos constantemente renovados del oligopolio que se cierne sobre él. Esta última característica puede implicar al socialismo liberal en conflictos no sólo con los magnates de los monopolios, sino, en ocasiones, también con los líderes del socialismo conservador, que son enemigos de los monopolios pero que tienden a limitar la libertad del mercado por vía de la burocracia oficial más de lo que resulta socialmente beneficioso.
Lo que no es probable que traiga el socialismo liberal es un renacimiento de las energías culturales de la modernidad. De una vez por todas tenemos que aceptar el amargo, o quizá desafiante, pronóstico de que la inspiración y la creatividad de la modernidad madura no brotarán esencialmente del manantial de conflictos sociales, como fue el caso en los dos siglos de su dramática infancia. Para un renacimiento cultural, tenemos que buscar en diferentes direcciones.
es profesora de Sociología de la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York.
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