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Ante el aborto, como el avestruz

Un prestigioso penalista conservador, Quintano Ripollés, lo expresó con meridiana claridad, hace ya 20 años: "Fuera del mantenimiento del crimen de aborto como la destrucción de la obra divina que es toda criatura humana, las demás razones aducidas son bien poco convincentes, cuando no abiertamente cínicas. De ahí la situación un tanto falsa y ambigua en que se debate la política moderna, que en nombre del laicismo pretende justificar el mantenimiento del delito de aborto... ".Es decir, lo único que puede dar un sentido a la criminalización del aborto voluntario es la consideración de la política penal como medio legítimo para imponer un determinado credo no simplemente moral, sino directamente religioso. Es algo tan obvio que, de otro modo, sería dificil entender la imposición de deberes como los que de hecho implica el delito de aborto. Porque éstos, lejos de agotarse en algo puramente negativo, del género de los de "no robar", "no matar", característicos del derecho punitivo, son de naturaleza positiva y extraordinariamente gravosos y comprometedores: la mujer afectada tiene que llevar a término un embarazo no querido y hacer frente a las consecuencias ulteriores derivadas de la maternidad.

Cualquier observador desapasionado del orden jurídico aceptará que no es lo usual en éste constreñir a la asunción de obligaciones con tan intenso contenido de gravamen.

El mismo observador encontraría dificultades para negar que es una conquista de profunda raigambre liberal, incorporada ya a la mejor cultura jurídica de nuestros días, la que se expresa en la opción de dejar las cuestiones morales complejas y controvertidas al margen de la instancia penal.

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Desde este punto de vista la historia no puede resultar más aleccionadora, porque sus cunetas están sembradas de cadáveres. De víctimas de todo tipo de dogmatismos militantes -siempre moral y jurídicamente bien pertrechados- que no habrían pagado ese precio tremendo con sólo nacer un poco antes. o un poco más tarde. 0 un poco más lejos, porque, a veces, y ello resulta todavía más expresivo, las presas de las diversas intolerancias legales habrían evitado tener que asumir esa dura condición con sólo desplazarse algunos kilómetros en el espacio, con sólo cruzar alguna frontera. Es decir, como todavía sucede hoy y aquí con el aborto.

Como es notorio, en la polémica sobre el particular se enfrentan dos actitudes culturales, en cuanto tales igualmente legítimas. (Otra cosa es que lo sea también la imposición estatal coactiva de una de ellas).

Se trata de dos modelos culturales, durante un tiempo netamente confrontados en este punto, en un debate que ahora se ha enriquecido notablemente, puesto que registra con más claridad que nunca una tercera posición: la de quienes desde su adscripción activa a la fe cristiana no sólo reconocen a otros el derecho a acudir al aborto, sino que incluso colaboran para hacerlo posible. Es el caso, hecho público hace unos días, de algunos religiosos o sacerdotes irlandeses.

Con todo, el insistente replanteamiento de la cuestión en los mismos términos tópicos en que se viene haciendo parece sugerir que ni el tiempo ni tanta pesada carga de sufrimiento inútil, llevada naturalmente por los más débiles, han servido para mucho en este país.

De un lado, porque se sigue afirmando la defensa de la vida, mientras se hace abstracción del dato objetivo de que así no se elimina el aborto, sino que sólo se elige o se impone a otros el de peor clase: el aborto criminal, es decir, clandestino, a veces tercermundista, y siempre profundamente selectivo en función de los niveles de renta.

Del otro, porque haciendo uso de un pragmatismo indecoroso, se reduce a términos porcentuales de expectativas de voto la que nunca podría dejar de ser una irrenunciable cuestión de principio para quienes profesen una concepción laica de la democracia. Pues, como han defendido con lucidez autores tan diversos como Mill o Hart y, más recientemente, Ferrajoli, no es función del derecho sancionar principios morales (y menos todavía si son intensamente controvertidos), cuando hacerlo no se traduce en resultados de efectiva utilidad social. 0 prolongando hasta aquí la autorizada reflexión con que se abrían estas líneas: no es cometido del Código Penal dar cobijo a actitudes de confesionalismo vergonzante.

Como de manera convincente ha puesto de relieve Ruiz Miguel, la Constitución, ya interpretada en este caso por el Tribunal Constitucional, presta base para una reforma legislativa que acoja el sistema de plazo.

Puede ocurrir que tal vez no sea lo más rentable, de una determinada rentabilidad política. Pero ¿se han evaluado seriamente los costes de diversa índole de opciones como la vigente o la que lamentablemente parece abrirse camino hacia el futuro Código Penal?

Al margen de consideraciones axiológicas que, por lo que se ve, no impresionan demasiado, hay otras que deben hacerse.

Está, en primer lugar, el dato real de la enorme cifra negra en tema de delitos de aborto. Porque lo cierto es que muy pocos se persiguen de facto, con lo que la incidencia del derecho penal es aquí ocasional, aleatoria y, por eso, arbitraria. (Así, a las pruebas me remito: se aborta ilegalmente mucho más en Valladolid que en Barcelona). Esto, que produce un importante efecto deslegitimador de la justicia penal, sólo sirve a la postre para sobreañadir penosidad y dramatismo a la siempre terrible peripecia personal de -algunas de- las mujeres que se ven obligadas a abortar.

La naturaleza del delito, el alto grado de implicación personal que le caracteriza, la forma habitual de su persecución -allanamiento de centros que prestan asistencia a cientos de pacientes-, propicia modos de intervención policial / judicial absolutamente recusables, que se traducen en inquisiciones generalizadas sobre un número indeterminado de mujeres en cuya intimidad se indaga. Mujeres que pasan objetivamente a la situación de imputadas por méritos de una historia clínica, abierta no importa con qué motivo. Los procesos de esta clase propician actuaciones teñidas de subjetivismo y arbitrariedad, de consecuencias irreparables para la dignidad de quienes los sufren. También deparan, incluso, consecuencias negativas a quienes los gestionan desde las instituciones, pues no hay recaída en la barbarie procesal que se produzca en vano.

Si la incriminación no comporta el efecto de preservar la vida que no obstante se le atribuye, puesto que no evita el aborto; si, en cambio, ocasiona multitud de consecuencias indeseables; si el viejo problema ha dejado de serlo ya en tantos países de nuestro entorno cultural; si, además, lo de las encuestas nunca es seguro (y aunque lo fuera)... ¿A qué podría racionalmente esperarse a estas alturas para dejar de jugar al avestruz con el aborto?

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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