De Hollywood, para los españoles
"Estoy estupendamente: acabo de tomar una copa". La pérdida de la primera frase simpática de la velada, pronunciada por Jack Palance, puso sobre aviso a los espectadores españoles que habíamos decidido pasar la noche ante el televisor. La pareja de intérpretes contratados por Antena 3 no se olieron ni este ni otros muchos agudos comentarios, como el de Tom Hanks, que, al referirse al magnífico trabajo de los creadores de efectos especiales, señaló: "Son capaces de hacer maravillas con la silicona que hoy se reúne en esta sala".
Escuchar la inenarrable traducción -en un castellano que usaba honra por honor, cineastas por directores de fotografía y controversial por controvertido- resultaba especialmente molesto, sobre todo porque chocaba frontalmente con el verbo barroco que usó Carlos Pumares a lo largo del aperitivo, o llegada de las stars al Dorothy Chandler PavillionPumares, que tuvo el acierto de confesar que se encontraba confinado "en un cuchitril", en lugar de fingir, como sus predecesores, que se hallaba en la sala, nos obsequió con un grato silencio relativo durante la ceremonia. En algunos aspectos, además, estuvo sembrado: pronosticó que El silencio de los corderos no recibiría ninguna estatuilla "porque ya ha hecho mucho dinero, incluso en vídeo", y, comprensiblemente, repitió hasta la saciedad que el día anterior, en el ensayo, Kathleen Turner había tropezado con él. La protagonista de Fuego en el cuerpo, bellísima aunque aparentemente vestida por el modisto de la reina de Inglaterra, no dio muestras, en escena, de haberse percatado del impacto que produjo en el enamoradizo -casi rugía cuando salió Annete Bening- presentador.
El esfuerzo brutal que había que realizar para entender a los protagonistas de la noche en su versión original, pisados por los traductores, o el no menos ímprobo que debíamos desarrollar para descifrar a estos últimos -a Terminator la llamaban Terminador, y en cierto momento soltaron un "escrutinizado por ordenadora" que abría las carnes- tuvieron el mérito de mantenernos despejados en las cuatro horas largas que duró la retransmisión.
Banderas, el más 'sexy'
Lo más penoso es que obviaron la primera referencia que tocaba el corazón de los cinéfilos españoles: la excelente presentación que Crystal -perfecto de improvisación y de tono, con un medley inicial realmente gracioso que sustituyó a la tradicional versión orquestal de los temas de los filmes favoritos- hizo de Antonio Banderas, famoso hoy en Estados Unidos gracias a su interpretación en Los reyes del mambo. Dijo Crystal: "Y ahora, el chico más sexy del mundo". El traductor no dijo nada. Más tarde, cuando dio paso al macizo Patrick Swayze, el protagonista de Cuando Harry encontró a Sally recalcó: "Y éste es el chico más sexy... anterior". Frase que sí fue traducida, para desconcierto de los telespectadores.
No sólo Banderas, que estuvo suelto, simpático, guapo y con una excelente imitación de inglés, puso la nota española. En una noche dominada por el constante homenaje a la lucha contra el sida, Richard Gere, que entregaba el premio a la mejor fotografía, nos llevó a la emoción al declarar: "Podrían hacerse películas sin dinero, sin guión, sin actores, incluso sin escenarios. Pero jamás podrían hacerse sin directores de fotografía". Y acto seguido dedicó un conmovido recuerdo a Néstor Almendros. Otro momento doloroso se produjo cuando subió al escenario Alan Menken, para tomar entre sus manos la estatuilla a la mejor canción original, que debía haber compartido con su colega Howard Ashman, muerto de sida.
Ya metidos en tristezas, vimos las declaraciones, vía satélite, de Satyajit Ray, el veterano director indio, que tuvo su Oscar al conjunto de su obra en el lecho de un hospital de Calcuta, donde se encuentra gravemente enfermo. Ray recordó haber escrito en su juventud a Ginger Rogers y Billy Wilder, "de quienes nunca recibí contestación". Menos mal que otra comunicación vía satélite, esta vez desde el espacio, nos alegró las pajaritas al mostrar a la tripulación de la nave Atlantis felicitando a George Lukas, a quien Steven Spielberg entregó el premio Irving Thalberg al productor más talentudo.
En el acto predominó un inusitado fervor filial. No hubo ganador que no dedicara el Oscar a su madre, incluido Anthony Hopkins, cuya progenitora, por cierto, amanecía en Gales celebrando con champaña el triunfo de su retoño.
Se contabilizaron anécdotas que no figuraban en el libreto, como la continua improvisación de Billy Crystal a costa de Jack Palance, el irreprimible comentario de Shirley MacLaine -"¡Será en otra vida!"-, que soltó después de recitar que a ella y a Liza Minnelli, que estaba a su lado y no pudo evitar la risa, les gustaría trabajar a las órdenes de una Barbra Streisand colega y, sin embargo, presumiblemente algo arpía. Todo un ejemplo de deportividad, habida cuenta de que el regenerado Nick Nolte -dejó el alcohol y las drogas y no ha obtenido un Oscar- y un Warren Beatty que se pasó la noche mirando de costado para mostrar sólo su lado bueno, el izquierdo, se pusieron completamente lívidos tras el triunfo de Anthony Hopkins.
Fue una noche memorable y llena de buenos sentimientos. Gabriele Salvatore, director de Mediterráneo, la película de habla no inglesa premiada con el Oscar, pidió que pararan las guerras en la cuenca del mar que da nombre a su obra. La platea estalló en aplausos. Fuera, a la entrada, habían zurrado de lo lindo a los manifestantes gays, espectáculo que nos fue evitado por la retransmisión original de la ABC, cuyos derechos adquirió Antena 3.
Paul Newman, envarado, y Liz Taylor, rutilante, dejaron caer el último gran Oscar sobre El silencio de los corderos, convertida en la tercera película que obtiene el pleno en la historia de la estatuilla. Las anteriores fueron Sucedió una noche, de Frank Capra, y Alguien voló sobre el nido del cuco, de Milos Forman. No es de extrañar que Jonathan Demme, director de El silencio..., se liara en su discurso tanto como el traductor: de puro entusiasmo.
Babelia
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