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Tribuna:LA DIFÍCIL CONSTRUCCIÓN DE LA C. E. I.
Tribuna
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La 'chapka de Monomaj'

Borís Yeltsin vive momentos difíciles. Sus tensas relaciones con el presidente de Ucrania ponen en peligro la unidad de la CEI, y la propia Federación Rusa se encuentra amenazada por fuertes tensiones centrífugas, a pesar de que mañana se firma el tratado que regula las relaciones entre Moscú y las repúblicas y regiones autónomas. En pleno desastre económico, es difícil imaginar la solución.

La Comunidad de Estados Independientes (CEI) sobrevivió, el 20 de marzo, a la cumbre de sus 11 fundadores. Borís Yeltsin, en Moscú, se alegró por ello, pero como no había advertido a sus compatriotas que esa cumbre podía ser la última, no consigue hacerles partícipes de su alegría. En el momento de su nacimiento, hace apenas 100 días, la CEI estaba segura de poder mantener la indispensable colaboración entre Rusia y Ucrania. Se suponía que este entendimiento era la base de toda la construcción. Pero ha sido el primero en romperse. Los dos presidentes, Yeltsin y Kravchuk, actúan cada uno por su cuenta y no se hablan, ni siquiera por teléfono, más que una vez al mes. ¿Cómo esperan limar las asperezas sin un mínimo de diálogo? ¿Quién es el principal responsable?Parece que el presidente ruso, en su afán de acabar con la URSS -y de desalojar a Gorbachov-, no ha comprendido que su ambición de heredar el poder y los bienes del disuelto Estado no es compatible con el nuevo sistema comunitario. Y ningún otro dirigente ruso ha propuesto tampoco repartir entre las repúblicas los enormes ministerios, concentrados desde hace 70 años en Moscú, así como las embajadas de la URSS en el extranjero. La bandera tricolor rusa ha sido izada por toda partes, como si los demás, empezando por Ucrania, no tuvieran ningún derecho sobre el imponente patrimonio ex soviético. "El mundo entero nos considera herederos legítimos de la URSS", se afirma en Moscú mientras se niega que el reparto de los bienes sea incluído en el orden del día de las cumbres de la CEI. Ésa respuesta no es aceptable ni para los tenaces ucranios ni para los demás.

El pasado diciembre, en Minsk, Yeltsin se comprometió a dar, a cada república, a modo de premio de consolación, las obras de arte creadas en cada una de ellas y que se encuentran en los museos rusos. Pero la chapka real del príncipe Madímir Monomaj de Kiev sigue en el Kremlin y no parece que vaya a ser restituida a Ucrania. Los expertos dicen que fue confeccionada en el siglo XIV por orfebres rusos, y no en Bizancio en el siglo XII como se pretende en Kiev. No es más fácil repartir los bienes culturales que la flota del mar Negro. Si los acuerdos ya firmados no se aplican, ¿para qué firmar otros?, dicen los amigos de Kravchuk, deseosos de abandonar la CEI lo antes posible.

De mal en peor

Los ucranios no se habrían empecinado en la chapka de Monomaj si el resto de los asuntos marcharan bien. Pero por el contrario, marchan de mal en peor, y Moscú tiene gran parte de culpa. Borís Yeltsin y sus jóvenes economistas, reunidos por Igor Gaidar, han elegido sin contar con nadie "la terapia de choque" como forma de pasar al mercado, provocando en toda la ex URSS una subida de precios insoportable para la población. La extrema dureza de esta reforma, que según el Instituto de Estudios de la Opinión Pública -no sospechoso de ser anti-Yeltsin- ha arrojado en dos meses al 90% de los ex soviéticos por debajo del nivel de pobreza, pone a los Gobiernos en una situación difícil. La oposición nacionalista los acusa de "imitar servilmente a Moscú", y en Kiev más airadamente que en ningún sitio. Leonid Kravchuk ha encontrado una salida original a la oleada de descontento: ha incorporado a todos los críticos a su consejo presidencial -la Duma de Ucrania-, e incluso les ha hecho una invitación: "Presionadme y yo me encargo del resto". Y no ha sido una vana promesa, Ucrania acaba de decidir abandonar la zona económica del rublo y dotarse, a partir del 1 de abril, de su propia moneda. Quiere protegerse, de este modo, del nuevo aumento de precios que Moscú tiene previsto para finales de mes y tener su propia "política financiera, monetaria y de precios".

Leónid Kravchuk ha unido en tomo suyo la casi total unanimidad nacional -fue ovacionado en el reciente congreso de los independentistas de Roukporque participa en su deseo de enderezar la economía fuera de la CEI, mejor que dentro de ella. En los cien días trancurridos tras las elecciones presidenciales de diciembre, Ucrania ha sido reconocida por 100 países y cuenta con ayuda extrajera para poner rápidamente en valor sus enormes riquezas naturales y su agricultura. En un futuro no lejano podrá ofrecer a los oficiales y marinos de la flota del mar Negro -ya en su mayoría ucranios- salarios y nivel de vida mejores que los que ofrece Rusia; y en ese momento, la flota se inclinaría sin demasiadas dudas por la bandera oro y azul de Ucrania antes que por la tricolor rusa. Si ese sueño de prosperidad se realizara, los ucranios podrían, además, volver a comprar la famosa chapka de Monomaj. Ese sueño acaricia sus espíritus y permite evitar las disensiones que día a día desgarran a Rusia, lo que explica que la popularidad de Kravchuk bata todos los récords en los sondeos.

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No es ése el caso de Borís Yeltsin en Moscú, y todavía menos el del Gobierno ruso. Muchos comentaristas estiman, incluso, que este Gobierno no sobrevivirá a la sesión del Congreso de los Diputados de Rusia, convocado para el 6 de abril en el Kremlin. El presidente de Rusia, elegido por sufragio universal, no puede ser destituido por la asamblea pero la mayoría 'Rusia Democrática', en la que él se apoyaba, ya no existe; según los sondeos, representa alrededor del 10% de los diputados, el mismo porcentaje que el de los que apoyan a los comunistas de Rusia, fieles al disuelto PCUS. El resto del Congreso está constituido por "el pantano de los indecisos", muy descontentos del desastre económico y del peligro de desintegración de la Federación Rusa. Mañana, 31 de marzo, se firmará, sin duda, el nuevo tratado federal que regula las relaciones entre Moscú y las repúblicas y regiones autónomas que forman parte de Rusia. Su inspiración es democrática y otorga considerables cotas de poder a las autoridades locales. Sin embargo, dos repúblicas afectadas, Chechenia y Tatarstán, no lo aceptan y reivindican una soberanía mucho más amplia, equivalente a la independencia. Los tártaros del Volga ya se pronunciaron, en un referéndum celebrado el 21 de marzo, mayoritariamente (un 62%) por esta solución. Es un duro golpe para Moscú, que ha declarado "ilegal" la consulta y que teme que otras repúblicas (Bashiciria, Komi, Karelia ... ) se inspiren en los tártaros para rechazar el tratado federal. Y por si esto fuera poco, los cargos electos de las diferentes ciudades siberianas se van a dar cita a finales de este mes para proclamar "la República de Siberia", nombre previsto por el tratado federal, ya que nunca ha existido. A diferencia de los chechenos y los tártaros, los siberianos no pueden protestar contra "el colonialismo ruso% ya que ellos son rusos. Sencillamente, participan del sueño de prosperidad de los ucranios, posible gracias a sus riquezas naturales que ya no quieren compartir.

Duelo de generales

Los chechenos, armados hasta los dientes y parapetados tras el Cáucaso, amenazaron el pasado mes de noviembre con hacer arder toda la región si Moscú intentara una intervención militar. Yeltsin, y sobre todo su vicepresidente, Alexandr Rutskoi, general de aviación, llevan a cabo una guerra de nervios contra el presidente checheno, Djohar Dudaiev, también general de aviación. En ese duelo no puede haber vencedores. Los chechenos tienen los medios para paralizar todas las comunicaciones con Transcaucasia y, además, producen el 90% de los aceites para motores de aviación de la ex URSS, pero no tienen más salida para sus productos que Rusia y dependen de ella para gran parte de su suministro alimentario. Los dos campos saben, pues, que no pueden ir muy lejos, pero dado el carácter imprevisible de los dos generales, no se puede excluir lo peor.

A diferencia de los chechenos, los tártaros de Kazán no tienen armas y se encuentran en el corazón mismo de Rusia. Aseguran el 23% de la producción de petróleo de la ex URSS y prácticamente todos los oleoductos siberianos pasan por su territorio. En Tatarstán, se encuentra, además, la mayor fábrica de camiones de la ex URSS, la Karnaz, y una de las mayores de helicópteros. Borís Yeltsin no puede, pues, dejar que los tártaros se vayan. La tentación del recurso a la fuerza es grande, tanto más cuanto que en Kazán, la capital de Tatarstán, los rusos son mayoritarios y el 21 de marzo votaron contra la independencia. Y por si fuera poco, en el Congreso de los Diputados de Rusia, cuyo humor es imprevisible, las tendencias patrióticas parecen estar de moda. Marcando el paso a los tártaros, Borís Yeltsin seguramente ganaría votos y recuperaría una popularidad perdida, pero correría el peligro de destruir con el mismo golpe el frágil edificio de la CEI que no sobreviviría a tal manifestación de la prepotencia gran-rusa. Moscú debería encontrar otra solución para frenar las tendencias centrífugas que amenazan a la Federación Rusa. En pleno desastre económico, no es fácil imaginar en qué podría consistir. Pero cuando se sabe que el origen del mal se encuentra justamente en la cruel reforma que golpea el nivel de vida de toda la población, es por ese lado por donde habría que buscar las soluciones.

K. S. Karol es periodista francés, experto en cuestiones del Este.

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