De la (¡no!) libertad
Día 29 de febrero de 1992. Queridos biznietos: estaba yo pensando en vosotros este rato que había dejado de sonar el timbre de mis pacientes a la puerta de la consulta, pensando en cómo serían vuestros amores en ese mundo que tiene al menos la gracia de que yo no vivo en él, tratando de calcular si ahí, entre los escombros y cascotes del palacio de la Estupidez en que os habíamos dejado, se os daría a vosotros, aunque sólo fuera por el cansancio de la estupidez misma, un poco de sabiduría de vivir, de esa sabiduría que no es más que abandono, viditas mías, que no es más que abandono.¿O seguiréis todavía vosotros presos de las mismas ideas, de la misma fe, que aquí nos habían cegado las puertas del amor, nos habían secado los rocíos de la piel, por el procedimiento de vendernos amor, de vendernos desodorante? ¿Seguiríais todavía creyendo en la voluntad, en que los gozos de amor y de vida pueden ganarse con trabajo, pueden quererse, puesto que pueden saberse, puesto que pueden comprarse?
Por si era así, por si algo de esa maldición os quedaba en las almitas..., ¡ah, si pudiera serviros de algo el largo dolor de los que habíamos sentido, año tras año, siglo tras siglo, perderse el amor por el camino de saberlo y de quererlo!
¡Si vierais vosotros, prendas de mi perdición, cómo estaban las raíces de ese desastre y desolación de mundo que os habíamos dejado por herencia, cómo estaban sus raíces entremetidas, inudridas, en esta ciénaga de falta de amor, de prohibición de vida, en que ahora nos estábamos hundiendo, debatiéndonos algunos a manotazos vanos!
Que si acaso recogéis alguna vez de entre la basura algunas hojas de revista de papel satinado, con fotos holocromas de mujeres hermosas como Venus misma mirándoos con ojos invitadores, aunque hayáis tenido que recogerlas algo arrugadas y salpicadas de los desagües merdosos de las cloacas secas, puede que os quedéis diciendo: "Pero, hombre, ¡si lo que parece es que se daban la gran vida, los tíos, que disfrutaban, más a la mano y más sin trabas que nunca, de todos los lujos de la carne! ¡Si parece que fue más bien de vicio y de exceso de lo que se pudrieron y se hundieron en la decadencia!".
Bueno, pues de eso es de lo que tenía hoy que escribiros, amorcitos desconocidos, orejitas tiernas de mis olvidanzas.
Pues sí, ya lo habéis oído: a esto lo llamaban hasta libertad; liberales ellos, demócratas del Mundo Libre, ejecutivos del Libre Mercado, vendedores de cacharritos para liberarnos de todos los esfuerzos, vendedores de paraísos por agencia de viaje y televisores sonrosados, vendedores de Dios en plástico, lo llamaban libertad a esto. Como se habían liberado de las dictaduras y las inquisiciones de otros tiempos, y como las tenían conservadas alrededor en los países no plenamente desarrollados, y también dentro, en las huellas de sus miedos y represiones escolares, pues se creían ya que se habían ganado la libertad, que habían conquistado la libertad.
Compasivamente os veía yo aquí menear las cabecitas, vosotros que ya habéis bebido de la sabiduría del desengaño: ¡como si la libertad pudiera ganarse, igual que el sueldo! ¡Cómo si la libertad pudiera conquistarse, igual que América! ¡Como si cada uno no llevara dentro su propio dictador, su propio inquisidor, su propio Dios!
Porque se trataba, sí, de la libertad de uno: la libertad de que cada uno pudiera hacer lo que él quisiera. Es decir, que la libertad de uno quedaba reducida (si no, no había mercado ni Estado que la manejara) a eso que también se llamaba su voluntad: a su propia voluntad quedaba la libertad, la pobre, reducida.
La libertad de uno, que no podía ser nada distinto (no sé si os sonará) de la voluntad de un átomo de la Física de Epicuro: es decir, la necesidad de moverse adonde su propia fuerza, sua uiis, lo llevaba a uno, es decir, su propio peso atómico o intrínseco, es decir, en línea perfectamente recta y "hacia abajo", que decían aquellos fisicos.
'Individuo'
A esa voluntad de uno o de una la llamaban estos mangantes libertad. Sabían ellos que todos los átomos querían lo mismo, y así, si llegaba a creerse cada uno que él quería libremente lo que quería, libremente compraba lo que compraba, libremente votaba lo que votaba, entonces ¡era tan fácil el régimen y comercio de las voluntades atómicas o individuales, que no sé si sabréis tampoco que esa palabra individuo lo primero que había designado en nuestro mundo era el átomo de la Física!
Ni siquiera se les pasaba por las mientes lo que hasta el infeliz y glorioso Lucrecio, con su fe en la Ciencia y todo, no podía menos de reconocer: que la libertad de los átomos, y por ende del mundo entero, consistía, por el contrario, en que, de vez en vez, sin saber cómo ni dónde ni cuándo, ni mucho menos por qué, fallaba la rectitud de la voluntad, se producía una desviación, mínima ciertamente, de la perfección de la trayectoria, se quebraba, mínimamente, la voluntad de uno.
En fin, criaturitas de mis pecados, que lo que no querían pensar, lo que querían no pensar, era eso que a vosotros, entre las ruinas, queráis o no, se os vislumbra: que libertad solamente puede querer decir algo puramente negativo: que no intervengan Ellos; que no intervenga tampoco, por lo tanto, uno mismo.
Pero ca: ellos tenían que vender lo que el Señor les había comisionado para que vendieran, que era principalmente amor o sexo, con sus productos derivados, y así, cada día, a cada hora, por los ojos, por los oídos, desde pequeñito, desde pequeñita, pantallazo viene, pantallazo va, ora amor, ora sexo, ya pornografía a tiro libre, ya lo complementario, historia rosa de parejita, lo mismo daba, tan exitoso y tan vendible lo uno como lo otro.
O sea que, como sabían lo que quería uno, lo que uno y una necesitaba, pues le daban a cada uno y una (vamos, se lo metían) lo que querían una y uno, y así cada uno y cada una hacía su voluntad, o sea (porque era lo mismo) que cada uno y una ejercía su libertad: ¿no sabía acaso uno lo que quería? ¿No era acaso una, como decían los liberadores de la mujer, dueña de su cuerpo, el pobre?
Ni siquiera les sonaba, por debajo de sus negocios, como un pedo perdido, un eco de aquello de Revolución dentro de un orden que proclamaban las viejas dictaduras, que Ellos habían superado.
No quería yo, lagrimitas mías, que dejarais de ver vosotros claramente cómo el viejo poder de la represión y el nuevo poder de la asimilación eran el mismo.
¿Qué es lo que había de común entre aquello de denigrar el sexo y convertirlo en pecado y de prohibir el amor libre y esto otro de exaltar, recomendar y dar instrucciones para la práctica del sexo, tanto a lo libre como por pareja? . Bueno, tal vez esté ya demasiado claro: lo que había de común entre lo uno y lo otro, lo que hacía que las dos cosas fueran la misma, era la fe, la estólida creencia de que sabían lo que era: que sabían lo que era amor, lo que era sexo; da lo mismo que fuese para prohibirlo o para venderlo, pero en todo caso sabiendo qué era eso.
Ahora bien, criaturas de mis olvidos (bien lo saben vuestros corazoncitos) la gracia de eso estaba justamente en que no tenía nombre, en que no se sabía lo que era; sólo, con una confianza, desasistida de saberes y de futuro, una confianza (que no era más que falta de desconfianza, esto es, de fe) en que había algo, que no se sabía lo que era, y que había que dejarlo que, gracias a su desconocimiento, descubriera sus caminos ello, así nos sorprendiera y arrastrara en el descubrimiento a todos los clientes del capital y súbditos del Estado.
Y por eso la libertad no podía ser más que no: que no intervinieran, que nos dejaran, es decir, que lo dejaran.
No que le dejaran a uno hacer lo que quisiera, que así ya se sabía que iban a querer las mismas idioteces que había venido queriendo cada hombre y cada mujer desde el arranque de la historia, las mismas idiocias que al Estado y capital le gusta que uno quiera ("pues yo hoy, mire usté por dónde, de lo que tengo ganas es de llegar a casa, ponerme en pantuflas y darme un hartazgo de televisión que me hagan los ojos chirivitas"; "Pues, ya ve usté por dónde, que lo que yo quiero es llamar a un teléfono rosa y que me manden una azafata para todo, no muy cara, si es posible"; "Pues, ya ve usté, yo lo que quiero es que venga Fulano y me ponga de una vez el anillo en el dedito, por no decir el yugo al cuello, que es de verdad lo que yo quiero, para arar juntos hasta el fin de nuestros días, que es mi gloria toda"; etcétera), no eso, no, sencillamente (era, ay, se ve, amorcitos inciertos, demasiado sencillo para que ni siquiera los libertarios lo entendieran) que nos dejaran, que me dejara yo mismo, a ver qué nos pasaba. Que no nos llenaran (me llenara yo mismo) enseguida, previamente, el aburrimiento de diversión, por si de ese vacío podía florecer algo imprevisto, lo que ni Ellos ni Yo sabíamos.
Pero nada, que si quieres: "Libertad, chaval, la tuya, y limitada por las libertades de cada uno de los otros". O sea, la revolución dentro de un orden, ¿no?
Amor ciego
Así nos fabricaban la realidad, y nos hundían en un aburrimiento siempre lleno, siempre atestado de diversiones; así se mataba el amor sin nombre, el amor verdaderamente ciego, y de la muerte de ello, según el padre Freud nos lo había explicado ya bastante claro, se construía esta realidad.
Y ahora, después del derrumbamiento de las construcciones de la fe, ahí entre vosotros, en ese mundo donde yo, para no estorbaros, ya no estoy, ¿seguirá todavía rigiendo el mismo engaño? ¿Seguiréis acaso creyendo que sabéis lo que es la libertad?
¿Nunca van a dejar que asome y que florezca lo que haya por debajo de vosotros? ¿Nunca os van a dejar vivir?
O ya tal vez entre vosotros... Y aunque sólo sea por virtud del cansancio mismo: ¿era tan erótico a veces esto que llamaban el cansancio físico, eso de que, al estar uno bien breado y deshecho de los ajetreos del camino, de allí mismo brotara un algo de amor no dominado, feliz, no mío!
Sea como sea, lo que estaba yo intentando, contrafuturitos de mi vida, era ayudaros a que supierais, no lo que deseáis (que eso no hay Dios que lo sepa), pero sí al menos lo que no deseáis; que sepáis qué es lo que no deseáis, que es lo que aquí, entre nosotros, entretenidos en comparar amor, en declarar amor, nadie sabía, y no escuchaban cuando se les cantaba "La declaración de tu amor no es más que el no de tu odio".
Si lo pudierais escuchar vosotros, con esas orejitas que no puedo besar, que beso desde las tumbas de mi olvido...
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