Paisaje con chimenea
La transición hacia el mercado de Checoslovaquia uno de los países más contaminantes del mundo
Cuando los checoslovacos se despertaron, después de un sueño intranquilo de 40 años, se encontraron convertidos en ciudadanos de un país regido por la economía de mercado.Cuando en el horizonte asoma el perfil de Bratislava, Chirka P. recuerda, al volante de su coche alemán, que durante su infancia siempre dibujaba los paisajes con una chimenea industrial en primer plano, y que en la escuela le llamaban a eso "paisaje socialista", sin que hubiera en el nombrecito el menor asomo de ironía.El dueño de la feliz idea se sonrojaría ahora al observar cómo la chimenea se ha convertido en uno de los monstruos más feroces que pueblan los sueños de sus compatriotas. Checoslovaquia es uno de los países del mundo con mayores índices de contaminación ambiental, y la industria pesada checoslovaca, el orgullo casi centenario de sus habitantes, es una de las rémoras más agobiantes que acompañan el proceso de cambio en el país.
Los checoslovacos han pasado cuatro décadas de experiencia socialista, de una de las experiencias socialistas más completas y profundas. La industria era estatal, el campo era estatal, los bares, los restaurantes, las tiendas de verduras. El país era un gigantesco embrollo estatal que empleaba a más del 90% de la mano de obra.
Václav, rey
La revolución de noviembre de 1989 fue un proceso inédito y desconcertante para los analistas políticos. Polonia echó abajo el sistema por el empuje de unos sindicatos fuertemente organizados. Hungría había evolucionado de la mano de un partido comunista con reformadores en su seno. La República Democrática Alemana se había derrumbado por el empuje de los ciudadanos que querían volver a ser un todo.
En Checoslovaquia no existía ni el menor poder organizado frente al sistema, sólo un reducido grupo de intelectuales que, bajo el nombre de Carta 77, habían mostrado su oposición al sistema y su alta calidad moral. En 10 días de manifestaciones estudiantiles, el líder de este movimiento, Václav Havel, era aupado a la presidencia de la República. Poco tiempo después acababa con los últimos comunistas en el Gobierno y montaba su propio Gabinete, cuyos más destacados hombres eran un grupo de expertos en macroeconomía: Alexander Koinarek, Václav Klaus y VIadimir Dlouhy. Komarek, un hombre del 68, carismático y con una buena imagen pública, era el fundador de un famoso instituto, el de Prognosis, que mantuvo importantes roces con las autoridades comunistas. A su lado se formaron los más destacados economistas checos.
Tras las primeras elecciones democráticas, Komarek salió del Gobierno. No había aprovechado su vicepresidencia para poner en marcha la reforma económica que se anunciaba como imprescindible desde todos los rincones del país. Y había perdido en el Foro Cívico la batalla política frente a los más fervientes partidarios del liberalismo.
En el Foro Cívico, como en casi toda la sociedad checoslovaca, habían dejado de sonar bien algunas de las músicas que Komarek tocaba, más cercanas a la reforma de Dubcek que a los nuevos vientos del Oeste. Klaus y Dlouhy se hicieron con el timón de la economía, y en mayo de 1990 hicieron público su plan de choque. Havel, indiscutible rey de los checos, optó por los partidarios de la reforma drástica. Esta posición moral privilegiada del presidente favoreció y favorece cualquiera de sus decisiones y legitima de manera automática a sus favoritos.
La revolución de Klaus
La reforma de Klaus, que los checoslovacos califican de revolución, se centró en una brusca subida de los precios de los artículos de consumo para frenar el exceso de demanda, la eliminación de la mayor parte de los subsidios a consumidores y a la industria, una política fiscal y monetaria restrictiva para controlar las presiones inflacionistas, un ambicioso plan de privatización y la apertura a las economías occidentales con la paralela, destrucción de una parte de los lazos establecidos con los países del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME, heredero del Comecon) con los que Checoslovaquia realizaba más del 60% de sus transacciones exteriores.
En pocos meses, la inflación provocó una auténtica escalada de precios, que supuso más del 50% en 1991; el consumo interno bajó en un 40%, los salarios reales disminuyeron en más de un 20%, y el desempleo ascendió hasta el 4% en la república checa y el. 11% en Eslovaquia. Sin embargo, el equilibrio exterior y la deuda interna se mantuvieron en proporciones adecuadas, y la tasa de inflación se controló a partir del último trimestre.
En términos macroeconómicos, la revolución había comenzado con un éxito destacable. Para Vlastimil Gejdos, director general de Macroeconomía del Ministerio Federal de Economía, los resultados son muy esperanzadores, aunque sin despreciar los riesgos que el propio proceso comporta. Gejdos dice, con un cierto pudor, que el proceso resulta apasionante para un experto en macroeconomía, y defiende la necesidad de las me didas tomadas: "Un proceso más lento no habría tenido ventajas, habría significado mayores dificultades para el futuro".
Proceso de corrupción
En el otro lado, Alexander Komarek despotrica literalmente de los resultados: "Se ha hecho a costa de los más débiles, y estamos asistiendo a un proceso de corrupción gigantesco".
Los responsables de la política económica tuvieron claro desde el primer momento que una acción rápida evitaría convulsiones sociales. El grado de convencimiento de la sociedad checoslovaca sobre las reformas era tal que apenas nadie levantó la voz (salvo los comunistas y algún francotirador, como Komarek). Sin embargo, el plazo de respiro puede estar acabándose. A primeros de febrero, los transportes urbanos de Praga convocaron su primera huelga por reividicaciones salariales, que tuvo un eco menor, pero significó un toque de atención. Y en Eslovaquia se detectan síntomas de descontento por agravio comparativo con la situación checa.
El problema nacional eslovaco y el rumbo de la privatización empresarial son los dos retos más importantes que afronta el Gobierno federal. Con el añadido de convencer al capital extranjero para que acuda a invertir en sus empresas. Uno dé los indicadores negativos del periodo ha sido la baja entrada de capitales, cuestión que los expertos económicos achacan a la depresión en el resto de Europa y a la dedicación alemana a la ex RDA. Para Komarek, sin embargo, se está vendiendo el país a precio de saldo. En el otro extremo, Gejdos explica que sin capital extranjero parece imposible la operación de saneamiento empresarial: no hay capital privado en Checoslovaquia, porque no ha habido acumulación previa.
A las medidas macroeconómicas de los primeros meses hay que sumar ahora las acciones concretas para salvar y poner a flote millares de empresas pequeñas (ya privatizadas en subasta muchas de ellas) y centenares de empresas grandes, que en teoría han de convertirse en empresas privadas a partir del verano.
La polémica sobre el Estado
Para los occidentales, la imagen de un ciudadano del este de Europa con una bolsita haciendo cola era el síntoma más definitorio de una sociedad incómoda. Para los que lo vivían era mucho más que eso. Carta 77, en un documento publicado a finales de los setenta, definía la necesidad del consumo como algo inherente a la democracia y al bienestar social. Frente a esta conciencia, tan desarrollada en Checoslovaquia, no existía más que la ideología oficial que distribuía los recursos en función de una planificación externa: la del CAME, según la cual, los checoslovacos tenían que producir maquinaria pesada y consumir lo que pudieran.En términos más desarrollados, Kalecki, un economista polaco partidario de las reformas, había desarrollado ya una propuesta en 1965 sobre el mercado como mecanismo imprescindible para la asignación de recursos y para la racionalización de la producción. La ausencia de reformadores en el seno del partido comunista checoslovaco hizo que esta polémica no tuviera lugar en el país. Al hundimiento del régimen comunista sucedió el triunfo del liberalismo, Hoy, en Checoslovaquia, apenas nadie se atreve a defender la necesidad de la planificación en ningún terreno ni a fijar las competencias del Estado en terrenos que vayan más allá de medidas fiscales, monetarias, y de regulación macroeconómica.
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