George Bush echa el freno diplomático
El inicio del proceso electoral y los inquietantes resultados obtenidos por el presidente George Bush en su primera cita con las urnas en New Hampshire hacen pensar que Estados Unidos dejará de tener un papel protagonista en el mundo durante algún tiempo. Pero tal vez ése no es el único motivo del aislamiento. Desde hace meses, la política exterior norteamericana viene atravesando por una crisis que ha privado a Washington de un papel determinante en los conflictos más recientes.La lentitud y la moderación con la que Estados Unidos ha reaccionado a los acontecimientos en el sur de Líbano no se explican únicamente por la prudencia que cabe esperar de un Estado que sirve de anfitrión a las conversaciones de paz de sobre Oriente Próximo. En realidad, la Conferencia de Paz Madrid, donde nació el actual proceso de negociación, fue el último gran acto en el que Estados Unidos actuó como primera estrella. Desde entonces, ni en la crisis de la antigua Unión Soviética, ni en la guerra de Yugoslavia, ni en temas tan sensibles para los intereses de este país como las relaciones con Japón y China, Washington ha elaborado iniciativas a la altura de su tradicional presencia internacional. Ni siquiera en un asunto tan cercano como el de Cuba, EE UU ha sido capaz de construir una estrategia a la medida de las nuevas circunstancias.
En lo que respecta a la antigua Unión Soviética, el secretario de Estado, James Baker, convocó en diciembre de 1991 una conferencia en Washington para debatir el problema con decenas de países, pero eso fue solamente después de que la Comunidad Europea llevara ya tiempo ayudando a los nuevos países. Cuando la conferencia, Finalmente, se celebró en enero, todo quedó en un gran, y hasta ahora ineficaz, desfile de ministros.
¿Qué sucede, en la política exterior norteamericana? Este alejamiento de Washington de los grandes conflictos ¿es una mera consecuencia del nuevo orden mundial o está forzado por los problemas internos de la economía de EE UU?
Pocos recursos humanos
Morton Kondracke, director de la revista política The New Republic, afirma que la crisis de la política exterior de este país está provocada por la falta de recursos humanos en el Departamento de Estado y por las fuertes discrepancias entre los principales hombres del entorno al presidente Bush.
A diferencia de otros secretarios de Estado, James Baker maneja el mundo con apenas media docena de asesores. Su mano derecha, el director del departamento de planificación política, Dennis Ross, es, al mismo tiempo, el principal responsable de la Comunidad de Estados Independientes y de Oriento Próximo.
Junto a Ross, las personas que manejan las relaciones internacionales de este país son Lawrence Eagleburger, número dos en el escalafón del Departamento de Estado; Robert Zoellick, especialista en temas económicos; Margaret Tutwiler, que actúa como portavoz y como consejera personal de Baker; Bernard Aronson, que se ocupa de América Latina; Reginald Bartholomew, experto en control de armamentos, y Andrew Carpendale, el hombre que escribe la mayoría de los discursos de Baker. De ahí para abajo, entre el resto de los 8.000 funcionarios del Departamento de Estado, casi nadie sabe de verdad lo que está pasando en su edificio.
James Baker no es, desde luego, la única persona que lleva los hilos de la política exterior norteamericana. Todas las decisiones importantes son debatidas en el grupo íntimo del presidente, del que forman parte el vicepresidente, Dan Quayle; el secretario de Defensa, Dick Cheney; el consejero nacional de seguridad, Brent Scowcroft, y el director de la CIA, Robert Gates.
No todos ellos defienden las mismas posiciones. En algunos temas recientes y preocupantes, como el de la antigua URSS, Baker ha encontrado siempre una fuerte resistencia para aplicar su política. Quayle, por ejemplo, nunca creyó en Mijaíl Gorbachov. Gates, desde su llegada al cargo, está alertando sobre los problemas de seguridad que representa la CEI. Baker, que aboga por una mayor y más sincera aproximación a Rusia y al resto de la nuevas repúblicas, discrepa con ambos. En lo relacionado con Oriente Próximo, Cheney y Quayle, mucho más partidarios de Israel de lo que ha demostrado ser el Departamento de Estado, han opuesto resistencia a la política aplicada por Baker desde la Conferencia de Madrid.
Estos problemas se verán agravados a partir de ahora por las ambiciones presidenciales de algunas de estas figuras. Quayle, de forma reconocida, pero también Baker y Cheney, aunque de manera reservada, no pierden de vista la candidatura republicana a las elecciones de 1996.
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